emigré.

de ahora en adelante, pueden entrar a

Colores esplendorosos. La cámara relativamente rápida. Una mano con las uñas largas y un poco sucias toma una cajita de cartón duro, pintada amarillo, naranjo y morado. La caja, en la mano, avanza dos o tres pasos y es depositada sobre una mesa. Se escuchan ruidos, que se abre un cajón y otro, un cierre abriéndose, un cierre cerrándose, unos pasos, y la otra mano, igual de sucia, deja dos clavos al lado de la cajita, toma la cajita, y la primera mano la destapa.

Ven a beber conmigo en doce copas, doce campanas esta media noche. Escucharás al bronce congelado dañando nuestro adiós con doce voces. Ven a besar conmigo en doce copos la nieve amarga que fundió el invierno sobre la altura de mis sienes, y este desamparado corazón que tengo. Ven a morder conmigo en doce gritos los labios de un dolor ya redoblado. Será la última boca que tú beses cuando vayas camino del ocaso. No bien bebas conmigo el sorbo amargo, en la voz gris de los metales ciegos, vendrá esta medianoche repicando la eternidad de nuestros dos destierros.

Un hombre bajo de pelo muy largo, vestido de colores que, si bien perfectamente combinados, lo hacen parecer ridículo, sale al patio de una casa de clase media mientras se pone unos audífonos-cintillo en los oídos y se acomoda una mochila en un solo hombro. Mira a su izquierda y naturalmente gira a su derecha, camina unos pasos mirando para atrás, voltea, hace a un lado unas ramas, estira la mano, abre el portón, da un paso a la calle y mira.

caramba yo soy dueño del barón ay rosa caramba porque soy un caballero caramba trafico por calagual ay rosa caramba y bajó por los lecheros caramaba yo soy dueño del barón las calles principales que trafico son la estación del puerto con san francisco las calles principales que yo trafico con san francisco ay sí la plaza echaurren hay rosa la avenida argentina y el puente Jaime los placeres y playa ancha fueron mi cancha ay rosa

El ridículo camina por una angosta y muy verde vereda, con árboles bajos cuyas hojas saca para romperlas suavemente con una mano, dejando caer minúsculos pedacitos de hojas al suelo, poco a poco, mientras camina, con la mirada perdida en un futuro sonriente, arreglándose la mochila, pisando fuerte, apurado y expectante, levantándose el pantalón que se le cae. De pronto sus ojos brillan, gira la cabeza a la derecha, a la izquierda, mira atentamente para atrás durante un solo paso, se saca la mochila, la afirma con una mano, abre un cierre, busca, no encuentra, cierra el cierre, abre otro, busca, sus ojos brillan de nuevo, antes de sacarlo mira de nuevo hacia atrás, mira un poco hacia dentro, mira al frente con suma expectación.

Mi vida ya baja, ya bajaron del Olimpo. Mi vida con torompe, con trompeta y guitarra. Mi vida la Gabrie, la Gabriela con Neruda, mi vida, para ce, para celebrar a Parra. Y llegan al Mapocho con la Violeta, con la Violeta cantando para bienes, mi vida, la antipoeta. Ya llegan al Mapocho, mi vida, con la Violeta. Al antipoeta mi alma, mi vida, Nicanor Parra, invitada de honor, Violeta Parra, Violeta Parra. Una flor de violeta, mi vida, para el poeta.

A la caja le pasa lo mismo que antes, pero al revés y en colores mucho más brillantes, casi ridículos. Está flotando en una mano ella, y en otra mano su tapa. Una tercera mano deposita un bulto dentro y desaparece. Es tapada y depositada en un mueble junto a dos clavos, e inmediatamente una mano se lleva los clavos y se escuchan pasos, un cierre que se cierra, que se abre, cajón cerrado, cajón abierto, ruidos, la mano toma la cajita. La cajita flota unos pocos pasos y vuelve a ser depositada donde estaba en un principio (plano detalle): arriba de un estante alto (zoom out), repleto de objetos diversos e irreconocibles, en el último compartimiento, luego, la cajita ya no se diferencia de entre los demás objetos, son muchos, coloridos, fade out, fondo negro: เข าจะได้ไปเที่ ยวเมื องลา ว

Cumpleaños 23


Cumpleaños 23, originalmente cargada por Rigoberto Gonzáles.

Intriga tenía sabor a garbanzos

Me pasa a veces que cuando estoy acostado en un pieza, en una casa, en una ciudad, hay unas luces de a lo lejos que las veo sólo si miro de reojo. O sea, puedo tener el ojo abierto y el haz de luz choca con mi ojo pero no con mi pupila; y para que sí llegue, puedo mirar de reojo –apuntar al haz- y cambia un centímetro entero la posición de mi pupila, y lo veo.


Al otro día de eso, en la mañana, digo, en mi mañana, como a las 13, llegó mi hermano con un pollo congelado, de esos pollos que vienen enteros y envueltos en un plástico blanco y delgado, con hielo cayéndosele siempre. Llegó re enojado porque el pollo, en vida, se llamaba Intriga, y venía el nombre pegado en el plástico del pollo que venía duro como piedra. “¡Cómo nos vamos a comer un pollo al que le pusieron Intriga!”, me gritaba mostrándome el nombre, que estaba diseñado así como si lo hubieran escrito con un plumón, y me decía que después los pollos ya no iban a tener nombre y en vez de con nombre iban a venir con un número y unas letras incomprensibles. Pero qué, lo comimos y era como comer garbanzos, garbanzos caros, según mi mamá, que lo había cocinado y se lo comía mirándome a los ojos, fijamente, y yo la miraba y mascábamos Intriga mirándonos. Después le llevé los huesos de Intriga a los gatos. El cucho, que había desaparecido hace tiempo, estaba ahí y yo correteé a las perras, cerré la puerta, y tiré los huesos al suelo fuerte, para que rebotaran, y los gatos saltaban peleándoselos. Incluso los hacía rebotar en el suelo de manera que cayeran en algún lugar alto y ver cómo se las arreglaban los gatos para ir a buscarlos.

Pero guardamos la etiqueta de Intriga y un poco de carne, y me acuerdo de mi hermano gritándole al loco que se presentó como supervisor: “me vendiste un pollo que se llamaba Intriga, ¡y tenía sabor a garbanzos!”, y se lo pasaba para que lo probara, en un pote de plástico que tenía un poco del arroz con que habíamos acompañado a Intriga, pero el supervisor no lo probaba y mi hermano se enojaba más, gritándole cada vez más fuerte. Y cuando se armaba la batahola, aparece una pintosa diciendo que es la gerenta y que qué pasa aquí. Así que a gritos mi hermano le dice que Intriga tenía sabor a garbanzos y le pasa la comida y ella manda a buscar unos cubiertos y se sienta frente al público y come Intriga con arroz, diciendo que estaba bueno y que tenía sabor a pollo, un pollo de gran calidad y de marca, y le pregunta a mi hermano cuánto le costó y él lo dice y la gerenta le comenta al público lo barato que es un pollo de esa calidad, y que el arroz estaba muy bueno: “¿lo preparó usted?”. Enfurecido fue mi hermano a buscar lo que quedaba de pollo, diciéndole a alguien del público que probara un poco, pero en el pote no quedaba nada, y la pintosa era muy gerenta y muy pintosa, y muy rica, y hasta nosotros le creímos un poco. Al otro día comentábamos “pero tenía sabor a garbanzos, ¿cierto?”, y mi mamá decía “sí, pero garbanzos caros, garbanzos buenos”.

Así que cuando volvimos de allá recorrimos el patio buscando los restos de huesos que habían dejado los gatos. También le dimos huesos a las perras, así que recorrimos el patio delantero de la casa, mientras la perra chica correteaba con la perra vieja, que ni la pesca. Encontramos varios, muchos, y no sabíamos cuáles eran de ayer y cuáles de más antes, entonces los pusimos arriba de la mesa y los miramos un rato. Sacamos como 3 de 20 así, mirándolos. Les dije que ayer había notado que no rebotaban muy bien, que podíamos hacerlos rebotar. Y los empecé a tirar al suelo. Era difícil recogerlos porque como tienen formas irregulares, rebotan ‘pa cualquier lao’, y mi hermano se perdía debajo de las mesas de la cocina. Mientras hacíamos eso mi mamá decía “pero ¿a quién le vamos a llevar estos huesos?, ¿qué le vamos a decir? ¿Qué el pollo se llamaba Intriga y que tenía sabor a garbanzos?”.

Los dejamos en algún órgano del Estado, no sé cuál, donde nos dijeron que lo iban a revisar. “¿Acaso no trajeron la carne?”, preguntaron, y miramos a mi hermano a ver si explicaba lo de la gerenta, y se enredó entre que la perra se lo había robado y entre que, en realidad, Intriga no estaba malo, se podía comer, sí, pero tenía sabor a garbanzos. “¡Y el pollo se llamaba Intriga!”.

Como al año llegaron dos cartas juntas. Una era del supermercado y la otra del Estado Nacional. Venían juntas. La del supermercado decía que estaban investigando nuestra denuncia y la del Estado decía que el supermercado había tomado medidas internas para solucionar nuestro problema. “¡Fascismo!”, gritaba mi hermano por la casa, “¡estos weones son unos fascistas!”.

El loco que explicaba cosas en las micros.

Este loco se subía a las micros y tenía que poner más o menos la voz que ponen los locos que se suben a pedir plata después de contar un problema que tienen, esa voz que parece que suena siempre igual y siempre bien fuerte. Pero este loco, militante de la causa popular sólo desde él mismo y desde su forma de relacionarse con todo lo que lo rodea, se subía a las micros a explicar asuntos, ideas, sucesos históricos, pensamientos ajenos.

Podría perfectamente haber dicho algo como esto:

“Damas y pasajeros: Thomas Kuhn fue un filósofo de la ciencia. En mil novecientos sesenta y dos publicó un libro, en Estados Unidos, llamado La Estructura de las Revoluciones Científicas, en el que proponía que las diferentes formas de hacer ciencia, de entender el mundo, han ido variando de forma no lineal, no han ido mejorando en base a lo mismo, sino que ha habido revoluciones en la forma general en que las personas perciben la realidad, y lo importante es que todas estas formas han funcionado de una y otra manera, cada una en su contexto. Los griegos, por ejemplo, creían en unos dioses que vivían en el monte Olimpo, y a partir de esa creencia, pensando en Zeus, Afrodita, Poseidón, armaron algo tan bacán como la democracia, algo así de importante. La democracia. Pero hoy día nadie cree en esos dioses, sería un gil acá alguien que cree en eso, pero a los griegos hace tres mil años les funcionó perfectamente, y a los budistas en china les funciona su volá, y a los negros que bailan alrededor de un tótem también les funciona, y a nosotros lo que nos funciona es esto de la prueba y el error, de la enumeración, del hecho empírico, de la funcionalidad de las cosas, de los inventos, creemos que las cosas son buena cuando sirven para algo. La autopista por la que va esta micro funciona acá, pero en Panguipulli no sería necesaria. Todo esto que nos rodea acá en Santiago funciona más o menos bien, pero a los negros el tótem les funciona, entonces no tenemos ningún motivo para decir que los negros están subdesarrollados, no hay que pensar que es primitivo que bailen alrededor de su tótem porque allá, a ellos, en su volá, les funciona. Por eso lo hacen, porque es lo que necesitan. Y que los negros bailen alrededor del tótem, y que los budistas se encierren en sus templos a estar callados durante años, y que en Holanda hagan diques para que el mar no inunde las ciudades, es tan legítimo como que nosotros estemos acá arriba de la micro escuchando un personal y mirando para fuera. Y a ellos también les parece súper raro lo que nosotros hacemos, pero estemos de acuerdo, ojalá estemos de acuerdo, en que es igual de legítimo, está igual de bien, o de mal. Gracias.

¿Alguna cooperación?”

Lo vi hoy día en la alameda, y al bajarse dijo que iba a llegar hasta la plaza san enrique, después de vuelta hasta la plaza de Maipú, después iba agarrar Vespucio hasta santa rosa, y todo para arriba hasta quilicura, donde vive. Yo le pasé una gamba y una señora le pidió el nombre del libro de nuevo, que quería leerlo.

Yo creo que los europeos tienen más escrito todo lo que pasó y todo lo que piensan porque en su continente culiao tienen meses y meses cagaos de frío y se quedan encerrados en las casas anotando y ‘pensando’ sus weás; y que eso del frío además se transformó, igual, en una condición social y subjetiva, po, eso de quedarse encerrado todo el día en la casa es tan de invierno como de verano en estas sociedades conquistadas por los europeos, conquistadas culturalmente, estas sociedades donde estamos todos convencidos que hay que vivir en ciudades y comprar en los supermercados; y los que no lo hacen lo sueñan, po. La cosa es que si pensai en lugares cuáticos de la tele, las Bahamas y esos paraísos tropicales como las maldivas y arrecifes de coral y la weá, te los imaginai como que en ese país todos viven relajados y que igual se echan en sus hamacas a tomarse un agua de coco en las tardes. Y demás que es cierto, que lo hacen. Y aguante, po, aguante esa weá.


Psicosis Mundialera.

…a mí me lo contaron: en el mundial del ’98, en Francia, hubo un partido entre iraníes y estadounidenses, y, en medio del partido, los iraníes abrazaron a todos los gringos e hicieron explotar bombas que tenían atadas al cuerpo: murieron los 22 jugadores en cancha y los dos técnicos. La banca iraní saltó al medio de la barra norteamericana, dejando decenas de muertos. Militarizaron la ciudad y coimearon a todo el mundo, dieron por ganador a Irán, ninguna selección clasificó a octavos de final y transformaron el exitoso atentado en el gran secreto francés del siglo XXI.

bytes.

Hay muchos, muchos, digo muchísimos más bytes que personas.

Hay un pedacito pallá, en Grecia, un poco antes del consultorio, cachai, que está la ciclovía, la vereda y a los dos lados hay pasto y árboles. Cachai que ahí viven un montón de tórtolas, pero caleta, onda cien tórtolas, y bajan a buscar gusanos o algo al pasto todas juntas, como cuando le dai comida a las palomas que se juntan caleta, pero éstas bajan de repente, todas juntas, y van avanzando poco a poco hasta cubrir un tremendo pedazo de pasto picoteando el suelo. Las veo cada vez que paso por ahí, y el otro día miré los árboles, y se ven los nidos, po, todos desarmados, como que estuvieran a punto de caerse, y la weá es que los nidos de las tórtolas están ahí no más, como a dos metros de tu cabeza, como a, no sé, cincuenta centímetros del techo de las micros, y me imagino que esas tórtolas guaguas deben estar súper acostumbradas al ruido de las micros, y las tórtolas viejas en volá no se dan ni cuenta del ruido.

Y más allá, en el parque que hay llegando a la casa del mono, hay caleta de loros, pero no cacho qué comen porque nunca los veo comiendo nada ni picoteando el suelo ni metidos en basureros, quizás que comen, po. Bueno y el otro día pasé y habían como quince o veinte loros peleando, armando el medio escándalo, todos gritando al mismo tiempo y agarrándose entre todos, se veía como una bola de alas verdes moviéndose, onda un átomo, eran como la nube de electrones de un átomo, no podíai fijar la vista en ninguno, pero igual cachabai pa dónde iban.

Y en la otra cuadra, llegando pallá, viven dos treiles, esos que gritan fuerte, cachai que esos son monógamos, po, el treilo está con su treila pa siempre y, cosa rarísima, hacen los nidos en el suelo, como medio enterrados, y no me imagino dónde pueden dos treiles tener sus nidos en medio de la ciudad, po, si hay perros, gatos, ratones, barrenderos, pendejos aburridos, cualquier weón que puede hacerles mierda el nido por una variedad inmensa de motivos. Y esos dos andan ahí, con sus patas largas y la mirada atenta, así, en el horizonte, metiendo el pico en el suelo, sacando quizás qué weá, y viven y sobreviven y se aparean y, mierda, todo funciona poh weón, los pájaros nacen por nacer y mueren de viejos y yo sigo haciendo las mismas weás todos los días y me da la impresión de que todo va funcionando y avanzando y los loros encuentran qué comer y la gente, weón, la gente no se muere de hambre.

Esta mierda parece una ciudad europea, weón.

Manuel Manuel

“Al hacer un catastro visual en busca de un objeto, por ejemplo, en mi pieza, uso esa mirada para tratar de captar la totalidad del panorama encontrando, por un lado, el objeto no sólo por su forma sino también por su relación con el entorno y catastrando, por otro, el resto de los objetos a ver si algo más me sirve. Me juego bromas destapando lenta y dificultosamente los objetos escondidos detrás de otros, para no verlos sino hasta un momento donde puedo hacer, con un movimiento del brazo medianamente brusco, que la aparición sea levemente sorpresiva. Así soy yo” me decía Manuel Manuel mientras buscaba los papeles, mientras armaba el plex, mientras caminaba, drogado, por la plaza.

it doesn't have a name

Ayer iba por la calle y un niño le dijo a un hombre, que iba con él, yo creo que era el papá: '¿pero cómo se llama?', y el papá le respondió 'it doesn't have a name', así, en inglés, y con tono bien inglés de Inglaterra.

"Déjame bailar contigo la alegría linda del último vals".
'What's the name!', repitió lastimosamente el niño. 'It doesn't have a name', lo pongo así como Auster pone los verbos, con esa entonación tan gringa. 'Doesn't have a name'. Aunque Auster pondría 'it doesn't have a name'.
Y como caminaban más lento que yo, mucho más lento que yo...
"...aunque paguemos caros los engaños".

paco

Pensativo, así, sentado en una banca, mirando el suelo, pensaba un paco en las mediaguas de Cobquecura y, puta, había sido una re linda experiencia tanto para él en tanto sí como para la relación del grupo humano en que trabajan, gente que, claro, pasa harto tiempo junta haciendo weás y no pueden sino crear lazos amistosos y convivir, con órdenes y todo, con altos mandos y ‘firme’s, pero contentos y conformes los pacos, juntos en la comisaría por meses y contándose sus ataos, armándose en piños que salen a tomar por ahí de vez en cuando, y con las anécdotas rancias, tan parecidas a las nuestras, el weón que se cagó a su mina y la loca rica, perfecta, que puede enamorar a cualquiera de ellos. Todas esas weás.

¿Para qué seguir diciendo weás? No tengo nada mucho más que decir. Hay una canción que se llama Arriesgaré la piel del inti que me parece maravillosa, pero mucho más que cosas como esas, no. Aunque esta es una inútil decisión, he decidido no publicar más tonteras en este no-espacio, que es un caballo alado, como mi decisión: una espada amarga. Aquí no hay nada sagrado a lo que regresar, y ninguna incertidumbre me embarga. Me encanta la perdida inmensidad de este año, con tan poca espera y con tanta memoria, que se prolonga, creo ahora, al infinito, con cuchillos de tantas historias y tantos desvelos. No. Nada más. Tampoco sé cuánto durará esta decisión, pero dejaré el blog on-line hasta que blogger decida lo contrario. A los dos o tres humanos que visitaban regularmente esta weá, se los agradezco con una profunda reverencia. También me gusta La Petenera del inti.
Soles y energía.

Él, tengo algunas cosas duras, eres una niña, privadas, grandes y pequeños, que cuando una persona es la creación de color y la luz. Cuando yo era forma, yo era el primero de otros, o si un solo camino, la curiosidad de ver si mi solicitud refiere o quiere decirle a la gente que queremos a nuestros hijos a vivir de acuerdo con el orden o por encima, pero usted está loco, si ir a dormir. Yo estoy siempre con vosotros, y probito la posibilidad de un cierto tiempo para llegar a un acuerdo, y siempre debe pensar en todo. Antes de eso, quiero cambiar tu mente clara, su cuerpo a mi alrededor son similares a los del mundo, porque creemos que poutr, promulgada en absoluto, y yo brillo. Si limitamos a cuarentaidos, no sólo yo sé, yo sé que soy el medio ambiente circundante, sabemos que hemos aprendido, Lucas, y los accidentes cerebrovasculares.

Arena.

No más por una mañana,
en su infancia,
que en jueves santo,
que la semana sagrada,
que caminaba muy bonita al lado de la mar;
y la arena quería encontrarla y subir por sus chalitas;
pero como no es animal,
no llegaba nada de arribita.
Después se embarcó en una barquita inglés, y,
ya en la guerra (
teutona: germana
) -allá alumbra el sol al revés-,
la arena le llegó hasta la cinturita.

Don Juan.

Yo quería manejar camiones y don Juan quería dedicarse al transporte escolar. Directamente, yo y él mantuvimos un máximo de cuatro conversaciones. En la primera no sabíamos nada el uno del otro: yo me estaba fumando un cigarro y mirando una montañita que aparecía a lo lejos y don Juan Tipay se me acercó por atrás, riéndose, y apenas me di vuelta comentó que le había visto los calzones a la profe. Me reí un poco de la situación que había vivido él, de la que estaba viviendo yo, y de que nunca se me habría ocurrido mirarlo los calzones a esa profe. / Eso debe haber sido la primera semana. Después recuerdo que dejó de ir por un tiempo, pero cuando volvió lo hizo con todo. Llegaba temprano y se sentaba, cuaderno abierto, lápiz en mano, y tomaba nota de cada detalle de la clase.

‘Y usted, don Juan, ¿a qué se dedica?’. ‘¡Jubilado!’, respondía tajante.

Así que por tres o cuatro clases estuvo el tema dando vueltas entre los alumnos. ‘¿Jubilado? ¿Pero jubilado de qué?’, le decían, y don Juan hacía un gesto con la cabeza y con la mano como diciendo que no le pregunten weás. Así que le preguntaban más. Hasta que la señora Cecilia, después de contar una anécdota interminable, agregó:

‘Yo conozco a esos que se jubilan jóvenes, ¿ah?’.

Pero la señora lo hizo sin ninguna malicia. Si hubiera sido yo el que tenía esa información, por un lado, la habría dado a conocer antes y, por otro, al hacerlo lo habría hecho con todo el tono de reproche posible, como diciéndole que ser milico es menos malo que haberlo sido y avergonzarse. Pero gracias a eso hablé por segunda vez con él, y él nos contó –a mí y a don Sergio, carpintero, moreno, bajo, canoso, robusto y cuarentón- que más o menos siete años atrás había trabajado por dos años destinado a la Villa La Reina, en Santiago, y que vivía con su familia en el regimiento de telecomunicaciones de la misma comuna (la cárcel del mamo), y que hubo un día en que los llamaron a todos los pacos y les dijeron que iban a re destinarlos, y don Juan, choro y atrevido tal como se mostraba frente a nosotros, había ido a hablar con el general a cargo y le había dicho que, tomando en cuenta la larga amistad que mantenían hace años, le diera un buen puesto, y éste le había prometido que estaría a cargo de las casas de los uniformados en la villa, que tendría que tomar los nombres y los rangos de los nuevos inquilinos y asignarles las casas según sus estrellas y número de familiares. Entonces don Juan llegó arregladito, con los zapatos lustrados y el pelo perfectamente recortado y se sentó junto a los otros tres mil policías vestidos de gala en un galpón del regimiento, y el encargado de la ceremonia, al leer Juan Tipay en sus papeles, procedió a nombrar Puerto Williams, y don Juan, desconcertado, tuvo que llegar a su casa e informarle a su mujer que se irían al sur de nuevo. Y ella, no tan contenta, pero tampoco tan triste, había llamado ese mismo día a un grupo de ‘viejas’ (así las llamó don Juan) y armó una fiesta que duró hasta avanzadas horas de la madrugada. Dos días después partieron al sur y don Juan trabajó hasta veinte grados bajo cero. / Eso me lo contó la segunda vez. La tercera andaba preocupado. Tenía su auto nuevo, un corsa del 2006, y se la había roto algo, pero no sabía qué. Así, que antes de irnos, con don Sergio y él abrimos el capó de su vehículo y miramos. No me acuerdo cómo, pero estuvimos seguros de que el problema era la tercera bujía. Así que cerramos y nos subimos al auto, porque nos iba a pasar a dejar a nuestras casas. En el camino a mi casa (la más cercana) pasaron dos cosas. Primero don Juan nos contó una larga anécdota de cómo su mujer había logrado que un camión le sacara el parachoques trasero, en Rubén Darío con Ramón Picarte, yendo por Rubén Darío hacia el regional. Yo le decía que lo más importante era que su señora estaba bien, y él alegaba por lo caro que salía el arreglo, unos problemas con unos seguros, e insistía en que él molestaba en la casa. / Después don Sergio le preguntó a don Juan que cuánto le había costado el auto y, como no me interesaba la conversación, me dediqué a mirar por la ventana. Al rato caché que habían acordado que don Sergio le compraría el auto y que don Juan le daba garantía de dos años. / La última vez que hablé con don Juan fue cuando éste le vendió el auto a don Sergio. Hablaron en términos que yo no entendí y se fueron juntos. Me despedí de don Juan y ya van varios meses que no sé nada de él. En todo caso, tiene que esperar al menos dos años para poder sacar la licencia para conducir vehículos de transporte escolar, y yo tengo que esperar los mismos dos para sacar la de camionero. Ojalá no moleste mucho en la casa no más. Él, digo.

Andrea:

Hoy en la mañana estuve pensando en que tenía que hablar contigo. Pero no es que tuviera algo que decirte, era que de un momento a otro me pareció que ya había pasado demasiado tiempo sin que yo te dijera algo que me pareciera importante, interesante, entretenido; como que me pareció que los asuntos que trato, de los que converso, acerca de los que tengo opinión, van cambiando según la gente (que va y viene) y que por eso mismo empiezo a preocuparme de otras cosas según la gente con la que estoy conviviendo, y si esa gente varía en ciclos medianamente regulares, como me pasa, entonces siento que hay espacios sociales establecidos (y con fecha límite) donde yo siento que soy yo siendo prácticamente una persona distinta, o dos personas distintas, o varias según la hora del día. Yo acostumbro agarrarle cierto cariño a ese yo que soy cuando estoy haciendo algunas cosas; y me caen mal varios otros yo, como el que se somete a una orden, el que se vuelve a tropezar; y hay yos que me son totalmente indiferentes, como el que estudia. La cosa es que no tenía nada que decirte, pero podís leer esto y ver si te pasa o no.

¿Camionero?

Bueno, los cuernos, la vida de conductor de camión. Cada vez que el volante de su coche y casi siempre a resolver este problema, algunos de los siguientes sin quitar las ruedas - la esquina superior derecha, el paquete se puede ver camiones de hormigón. Más tarde, hace unos años, el conductor (el malo del idioma chino) era malo y que ha sido recibido, la pista detrás de un tazón grande, a la izquierda de la Alianza Evangelio y de la Internet y el cable en el hogar, por el segundo piso, mesa en muchas funciones, sacándole de captura, tiro de cable y uno del mundo y él nos pidió que llamar hogar. \ Para solucionar este problema para mí, herramientas en general, es el hombre que está tratando de hacer un seguimiento mente está cerrada, los salarios y las horas que estoy triste para enviar su parte, creo. Mi hermana está en cualquier caso, las máquinas que su conductor, de acuerdo a las pistas entre las pistas siempre es garantía de que el vehículo ha llegado en buenas condiciones que en general no cambia el viejo no está mal disponibles. En cualquier caso, lo siento, que parece viejo. Quiero hacer un gran motor....

Camionero

Acá, en la esquina, vive un camionero. A cada rato uno lo puede ver arreglando su camión, que casi siempre tiene problemas con las ruedas, entonces tiene que ponerle como unos pedazos de cemento abajo para sacar las ruedas sin que el camión quede en el suelo. Una vez, hace años, el camionero se equivocó (las malas lenguas dicen que venía borracho) y se metió a la calle con la parte de atrás del camión, ese recipiente gigante que andan trayendo, levantada, y agarró los cables de la luz, del Internet y tanta weá como pilló, botando varios postes y sacándole a mi casa unas tablas del segundo piso, esas donde están puestos los cables que nos conectan con el mundo. \ A mí en general me da pena pensar que el caballero tiene ese camión tan malo, si es su herramienta de trabajo, y se pasa horas y horas arreglándolo, poniéndoles piezas y tratando de encenderlo. Mi hermano, en todo caso, cree que el hombre no es camionero sino mecánico, y asegura que el camión va cambiando, que no es siempre el mismo camión, que le llegan camiones malos y que el viejo los convierte en camiones buenos. En todo caso igual me da pena el viejo. Y cuando grande, algún día, quiero ser camionero.

Cuarto sueño.

Estaba yo de pie en medio de un montón de colinas muy verdes, árboles a lo lejos, ninguno cercano. Yo de pie, y desde atrás de una colina apareció un avión cuyas alas eran exageradamente gruesas y que, pese a tener pinta de una adquisición reciente de American Airlines, tenía hélice. Además, tenía instalado encima de él un edificio diez pisos. En cada una de las ventanas del edificio había dos ó tres personas desnudas sentadas con las piernas colgando hacia fuera. Vi eso y me desperté.

Pedro Pedro.

Se supone que Pedro Pedro llegó a la casa de la Adelaura en pésimas condiciones etílicas pero en un satisfactorio escenario moral. Se sentía más que nada sensato. Y dice que le había estado dando vueltas a esa palabra para definirse. Por un lado le parecía sensato autodefinirse a sí mismo como sensato, pero por otro le parecía que ser sensato era poco sensato en las actuales condiciones de su vida. Sobretodo de su vida etílica. / En todo caso, al llegar a la casa de Adelaura estaba pensando seriamente en que el sexo fácil no funciona tan fácil, que no le gusta. Supongo que estaba pensando –algo me había comentado- en la diferencia, por ejemplo, entre la prostitución fácil y barata de avisos de periódicos e Internet versus la prostitución más tradicional, la de prostíbulo con bar. En la primera hay que ir a un lugar a tener sexo, en volá conversar un rato, pero irse rápido. Culiar, pagar, irse. En la de antaño es más como ir en la volá de conquistar a alguien sabiendo que se va a dejar conquistar a cambio de un poco de plata; pero igual hay que ir, sentarse, elegir, coquetear, emborracharse un poco, bailar, besarse un rato. Cuando conversábamos de eso me dijo que piensa que deben haber hombres a los que les cuesta concretar una relación sexual sin el previo coqueteo, cosa con la que estoy en total acuerdo. Pedro Pedro dice que a él le pasa. Entonces la situación en la que se encontró de pronto, en el living de Adelaura tomándose una cerveza, borracho, le pegó, lo webió. / (Después contaba que no sabía qué decirle, que mientras más tomaba menos se desinhibía, que incluso le daban ganas de re arremangarse los pantalones que tenía hasta la rodilla por el calor, sobretodo porque a ella no le molestaba -lo demostraba a través de sus caricias- para nada lo sucio que estaban sus pies, y a Pedro Pedro, a esas alturas de su vida, le molestaba esa suciedad, porque se había propuesto cambiar algunas cosas de su forma de presentarse frente al mundo, propuesta que lo había llevado, por ejemplo, a pasar un miércoles en la tarde sin polera en la casa de su amigo Josergio, que estaba repentinamente súper poco presente en su vida, y a Pedro Pedro, antaño, no le habría hecho ninguna gracia que su compadre lo viera semidesnudo, pero en esa situación no le molestó, por lo que se sintió distinto. Supone él que no sabe qué es lo que sintió, pero le pareció sentirse más viril, dice.) / Así fue que Adelaura lo miró de reojo, como diciéndole que ya, que la agarre y que la manosee. Y Pedro Pedro no sabía cómo decirle que necesitaba hacer alguna otra cosa además de beber para excitarse. Me dijo que le molestaba, por ejemplo, estar sentado con ella alrededor de una mesa, que no hallaba cómo coquetear alrededor de una mesa, que no sabría como tener sexo en una mesa, que estaban dejando de gustarle las mesas en general. Y cuando Adelaura fue a buscar más cervezas a la cocina procedió a sentarse en el sillón. Se supone que se sentó apoyando la espalda en un posabrazos del sillón, medio acostado, y que Adelaura, al volver, se sentó y apoyó su espalda en su pecho y tomó con firmeza su rodilla. Ahí, Pedro Pedro se dijo que no había forma de salir de esa situación: que iba a terminar de alguna u otra forma acostado en la cama matrimonial que Adelaura mantenía en su efímera soltería. Y esa cama era blanda y limpia, cómoda y suave, grande. Y se miró los pies y se dijo que si iba a seguir haciendo cualquier cosa ahí debía hacerla con los pies limpios. / Fue al baño y se sentó en la tina, vestido, pantalones arremangados, sin decirle nada a Adelaura. Tiró el chorro y empezó a limpiarse. Había decidido, eso sí, no usar jabón. Estaba en eso, medio a escondidas, cuando vio un pié tan sucio como el suyo bajo el chorro. Adelaura estaba con los pantalones arremangados también y se estaba metiendo a la tina. Se sentó por el otro lado, apretada contra la pared y le dijo que le lavara los pies a ella también. Así empezó a hacerlo y de pronto ella estaba haciéndoselo a él, sin jabón, sacándole las manchas negras que tenía alrededor de las uñas, las líneas de piñén que se acumulaban debajo de las tiras de la chala. Pedro Pedro pensó que en ese momento iban a terminar teniendo sexo bajo la ducha, mojándose la ropa y todo. / Me estaba contando eso y yo le decía que siguiera, que qué había pasado después. No me dijo mucho, pero me dijo, sí, que no, que no habían tenido sexo, pero que se sintió como Jesús frente a apóstol. Yo no entendí por qué, y él me dijo que no sabría cómo más sentirse.

Miércoles.

Hoy en la tarde viví una aventura. Corta e intensa. Pero empezó mal. O sea, con una mala noticia para mi futuro. Noticia solucionable en todo caso. Da lo mismo. La cosa es que no puedo revelar muchos datos acerca de la aventura misma, pues tiene que ver con personas a las que no puedo mencionar haciendo lo que estaban haciendo. No por miedo, pero sí por mantener su integridad físico-psicológica. El clímax, diré, sí, fue mucho más corto que todo lo demás, que fue más que nada largo y monótono, dentro de su simpatía. Es como el enfermo ‘estable dentro de su gravedad’. Tampoco puedo revelar la identidad del colectivero ni la de los micreros, pero sí diré que me compré una sopaipilla en la rotonda Grecia y dos sémolas en la esquina. Me lo comí todo y me estuve acordando de que arriba de la primera micro, después del colectivo, hubo un momento en que volví a recordar y a no poder visualizar esa definición de una forma que me está dando vueltas. Lleva días en mi cabeza, y recuerdo que lo tenía en mi mano y me decía a mí mismo, y en voz alta también, ‘esto tiene la misma forma de la parte de arriba de la cabeza de un cocodrilo partida por la mitad’. Esa era la forma y yo la tenía en la mano y pensé en la descripción, pero ahora no me puedo acordar el objeto. Una cosa por otra, pensé. Otro momento, en que íbamos caminando, estuve pensando en que era miércoles, y era temprano, y me emocioné un rato con la idea de que todavía quedaba un montón de miércoles, un montón de horas en las que podría hacer un montón de cosas diferentes, agradables y productivas (no, no son excluyentes). Y como era miércoles, y tenía un montón de tiempo para hacer esas cosas, y como la noche anterior había dormido poco y estaba innecesariamente hiperventilado, me decidí por hablar tanto como pudiera hasta que saliera de mí algo que recordar. Salió, y si no lo anotara, no sólo yo lo olvidaría, sino que casi nadie más lo conocería. Era, más que un algo, una propuesta. Era una idea de cómo contar cierto tipo de historias, esas en las que uno no sabe si son verdad o no. Entonces estaba diciendo algo así: “No sé si lo que voy a contar es cierto o si tengo que inventarlo a medida que lo cuento”. Y empecé a contarlo: “Si yo le dijera a él que…”. Pero me interrumpí. Y le dije a mi oyente que mejor iba a contar la historia como si hubiera pasado de verdad, entonces empecé así: “Cada vez que le he dicho que…”. Ahí parece que explotamos en unas carcajadas que se acrecentaban a medida que la micro doblaba por avenidas anchas pero vacías, que no me dejaban en mi casa.

Me bajé riendo y partí a comprarme la sopaipilla.

...desde la nada.

Últimamente me pasa algo que sólo me había pasado una vez en mi vida. Esa vez fue cuando descubrí, hace cuatro o cinco años, un montón de canciones de entre los ’70 y los principios de los ’90 que tenían como tema específico, implícita o explícitamente, la revolución social de carácter marxista. Es decir, agrupaciones del estilo de Inti Illimani. Ese estilo. Entonces empecé a escucharlos y siempre me parecía que eran canciones que yo ya conocía, algunas, incluso, podía tatarearlas. Pero antes de esos años nunca había escuchado una con detención, y cuando lo hice, la mezcla de ese vago y escaso recuerdo, con la idea y el pensamiento social de la época que buscaban transmitir, hizo maravillas en mi relación con ellas, me encantaron, me las aprendí, las toqué en guitarra, hablé de ellas, bajé discos. Las disfruté profundamente, como cuando, antaño, había disfrutado de Nirvana y Led Zeppelín.


Lo que me pasa últimamente, en todo caso, es un poco distinto. Ahora escucho canciones que me parecen completa y absolutamente contemporáneas, que me parece responden a una historia complicada y entretenida de la historia de la música popular anglosajona que tanto escuchamos, una historia tan entretenida como la historia del jazz, solo que ésta no ha sido sistematizada. Y esas canciones, tan contemporáneas, de alguna forma me dicen que las conozco hace tiempo, que siempre he escuchado ese tipo de acordes, que siempre he escuchado esas frases y esas entonaciones. Sé que no las he escuchado nunca, pero sé que nunca había tenido la oportunidad de abstenerme a escucharlas.

Montón.

Hay un montón de weás, un montón de weás que nunca voy a comentar con nadie.

Existencia

Si hay algo que puedo hacer bien es existir. Y tengo que conformarme. Y me disfruto. A ratos, me disfruto.

Tercer sueño.

Ya. Rápido. Mi cuerpo era pura piel, no había venas, músculos, huesos ni nada. Piel. Piel como plasticina. Me agarraba un dedo, desde la base, y lo desprendía de la mano suavemente; la piel de la mano se volvía flácida un momento y el dedo salía sin inconveniente alguno. Lo miraba un poco. Tenía sus huellas digitales y todo. Lo separaba en pedacitos, lo apretaba, lo estiraba, hacía pelotitas con él. Después lo reconstruía como podía para ponérmelo de nuevo. Se venía feo antes de ponerlo, pero una vez en la mano retomaba su forma habitual y seguía funcionando. Me sacaba varios dedos de una mano; todos, después. Me sacaba una mano entera. Con la otra me costaba mucho hacer formas, así que me sacaba un pié. Acostado en la cama trataba de hacer formas entretenidas con la piel-plasticina, pero no me funcionaba, quedaban cosas feas, figuras deformes y cosas raras. Así que me ponía el pie y seguía intentándolo con una un brazo, una pierna. No me acuerdo qué más pasaba hasta que le regalaba una pierna a alguien. Eso. Corta.

que.

...te decía que qué tipo de situación es ésta, que por qué te parece tan raro, que hay mucho humo en el baño, que estai enredá y que puta la weá, que estoy hablando weás, que me preguntís si así o asá, que me da lo mismo esa weona, que no me importan esas historias, que tenemos para los tres, que hay que activarla, que me siento nervioso, que me quiero fumar un cigarro en la cocina, que no te metai ese tipo de weás, que dejís de hablarme de esa weá, que la corte con esas llamadas, que no haga esto y que empieces a hacer eso, que termines, que sigas, que no has terminado, que no hemos empezado, que me quiero asomar por esa ventana de nuevo, que me da lo mismo ese weón, y esa weona, que me dan lo mismo y que quiero verlos y decirles, y que estemos en eso, un mes, dos meses, un tiempo, y que por qué hay tanto humo en el baño, y que qué pasó con el humo de la cocina, que no abras la ventana, que no cierres la cortina, que no pises esa alfombra, que te encanta esa weá, que hice un descubrimiento, que crees que lo veo como una apuesta culiá, que todavía hay que dedicarle más espacio, que todavía no ha empezado, que el humo está llegando al living, que dejes de fumar, que cerré esa puerta, que no me gusta que esté abierta, que dónde quedó lo de antaño, que cuándo empezaste con esto y que cómo se me ocurría, que no sabes dónde estoy, que no sé cómo ubicarte, que qué relación tiene esto con eso, que por qué insistes, que por qué insisto, que qué estás buscando, que por qué chucha el humo está en el living, que pasó algo con el posavasos, que dónde está la weá para limpiarse los pies, que nos vayamos, que pensemos mejor en esto, que estai aburría del humo, que solucione algún problema, que deje de plantear preguntas, que no sé qué pasa con ese humo, que vayamos a un lugar más cómodo, que nos pueden ver, que nos escuchen no más, que porqué hay tanto humo en todas partes, que de dónde sale, que estai tosiendo mucho y que no fumai ná, que ventilemos, que abramos la ventana y cerremos la cortina, que por qué tanto humo, que por qué tanta weá.

Segundo sueño.

Soñé que despertaba con una persona que conozco, escuchando una música que venía recién conociendo. Y apenas despertar sentí unos dolores en la nuca, fuertes así. Iba al baño a echarme agua o algo, y me ponía a mear. Me salía un chorro que iba cambiando de color, rápidamente; yo reconocía en los colores las comidas que había ingerido durante el día. Después metía mi cabeza en el water y olía profundamente mi meado, reconocía mis comidas en los olores. Metí una cuchara al agua y revolví el meado de colores con el agua hasta que quedó un color homogéneo. Lo miré y pensé que estaba muy oscuro. Así decidí que tenía que comer más pepinos y menos duraznos. En esas frutas pensé, en pepinos y duraznos. Y me quedé pensando largamente en eso.

Patio.

La enredadera amaneció enojá, enfurecida. Un gato de la casa le había meado su mejor rama a tierra y se sentía hedionda y sucia. Los ciruelos también. Alguien había colgado una hamaca entre los dos y tenían que soportar el peso y el balanceo de dos o tres personas al día. El pasto se desesperaba mirando a la gente jugar pin-pon. Le rompían una y otra vez los pedazos de su horizontal existencia. Igualmente, a todos les molestaban las fogatas que el dueño de casa hacía de vez en cuando con sus amigos. La otra enredadera, extendida por el suelo, tenía que soportar día a día que los gatos la usaran como cagadero. El álamo, desde arriba, miraba a los demás. En su esquina del patio no pasaba casi nada malo: tenía vista a la cordillera. Y la marihuana, condenada de nacimiento a una muerte atroz, temblaba cada vez que alguien le cortaba sus hojas y se las fumaba frente a ella.

Respeto.

Esto significa, entonces, y aunque yo no tenga nada que ver con la ideación de este asunto, que nuestro problema se basa en que yo a ti te quiero, te respeto, te disfruto, y te comparto. Y en que estamos conscientes de nuestra mutua capacidad de repetir esas palabras.

Clima.

Iba a relatar un suceso climatológico que sucedió ayer poco antes de que oscureciera acá, en la capital. Pero me asusta que la transformación del suceso y de la situación a palabras escritas afecten tanto mi percepción del asunto como la relevancia misma del mismo.

Olor.

Y ahora, antes de acostarme, busco un poco de tu olor en mi ropa. Y no encuentro casi nada.

Médico.

Hoy fui al médico. La bicicleta, rota desde hace unos días, está botada en la casa de una amiga, así que caminé hasta el Centro de Salud Familiar (CESFAM) más cercano, en la comuna de Ñuñoa. Llegué y me preguntaron que qué previsión tengo y le dije que ninguna y me dijeron que les pagara diez mil pesos y les dije que no. La solución que me dieron fue sacar un carné de indigencia que se demoraba una semana en estar listo, a lo que yo les respondí que en esa semana seguramente ya me iba a haber mejorado solo. El viejo me miró con cara de nada y yo le dije muchas gracias mientras empezaba a irme de ahí.

Así que caminé al Servicio Médico y Dental (SEMDA) de la universidad. La enfermera, que me había recomendado ir al CESFAM el día anterior, me miró las amígdalas de nuevo y me dijo lo mismo que ayer, que estaban blanquecinas y que podía convertirse en una enfermedad un poco más grave, así que era mejor tratárselo como fuera antes que esperar que se pasara solo. Me mandó al Semda central, allá, en la escuela de medicina, en el hospital J.J.Aguirre y tuve que conseguirme un Pase Escolar antes de partir. Costó un poco, pero el Mario me lo prestó con la promesa de que volviera a entregárselo antes que el sol se escondiera detrás de la Cordillera de la Costa.

Hice un pésimo camino hacia allá. Salí del campus a las 14:24 por Las Palmeras, doblé por Macul hacia Grecia y poco antes de llegar a la esquina apareció una micro casi vacía que me dejaba en Providencia. Me senté cerca del chofer y esperé. Estuve a punto de bajarme en Bilbao para hacer otro camino más raro, pero me dio lata. Llegué a Providencia y tuve que cruzar desde el paradero de la 104 hacia los que están al lado del Dominó nuevo que hay en la esquina con Suecia. Tomé una micro, cuyo número de recorrido no recuerdo, hacia el centro. Frente a mí, al fondo del ómnibus, había dos mujeres, de algo así como 17 y 22 años, hermana o primas o amigas de la infancia. La menor mantenía a la otra bien aburrida contándole problemas matemáticos de la PSU, o refiriéndose a anécdotas históricas de la colonia chilena. Se callaron cuando una mujer de unos 50 años se sentó al lado. Era gorda, y daba la impresión de que ocupaba dos asientos para acomodarse. Por eso, me dije, las jóvenes se callaron, porque la vieja usaba dos asientos.

Me quería bajar en Mac Iver, pero el ridículo sistema de transporte público obliga a ese recorrido a no detenerse entre Portugal y el paseo Estado. Caminé, entonces, de vuelta esas 3 cuadras y llegué a la esquina de Santa Rosa con la Alameda. Fijándome un poco en los recorridos que tenían parada ahí, noté que ninguno me servía. Vi una micro que pasaba (creo que era el recorrido 404), que decía bien grande “Huechuraba” y decidí que necesariamente se iría por Recoleta o por Independencia, ambas buenas opciones para mí. Tuve, eso sí, que caminar cuatro cuadras más para encontrar un paradero.

Me senté al fondo, en el asiento de la izquierda mirándolos de frente. Era una mala idea porque las veces que había ido a la escuela de medicina había llegado en metro a la estación Cerro Blanco y caminado por Santos Dumont hasta Independencia, y la salida del metro está por la vereda poniente de Recoleta –calle por donde se fue la micro- mientras que yo iba mirando hacia el oriente. La micro iba silenciosa.

Sentado en el asiento de en medio, al fondo, a sólo un asiento de distancia a mí, iba un caballero (no sé cómo más nombrarlo) de chaleco gris que sostenía un paquete medianamente grande envuelto en bolsas de supermercado y éstas en huincha de embalaje. Yo iba mirando por la ventana, viendo únicamente edificaciones que no conocía, cuando se subieron dos raperos. Hablaban a gritos. Primero pensé que estaban vendiendo algo, pero al mirarlos descubrí una conversación acerca de si bajarse donde los chinos, al lado del supermercado o en frente a la casa del Yoni. Estaban decidiendo eso mientras los miraba. La micro estaba detenida y ellos discutían y discutían. Cuando el bus iba a retomar el viaje noté que era la parada donde debía bajarme, y, poniéndome de pie tan rápido como pude, pasé frente a uno de los raperos, que amablemente tocó el timbre y puse su pie de tope a la puerta, que estaba cerrándose. Fuertemente gritó “¡Puerta!”, el chofer (que era muy amable; saludaba cariñosamente a cada pasajero) frenó en seco. Sentí la mano del rapero en mi espalda, empujándome levemente, ayudándome suavemente a bajar del vehículo, y di un pequeño salto. Ni siquiera me di vuelta a agradecérselo, y estoy casi seguro que habría estado de más.

Caminé, entonces, por Santos Dumont. Me gusta caminar por ahí porque siempre van pasando cosas. Además del comercio que hay al lado sur, y del Cerro Blanco que comienza al lado norte de la calle, caminan cotidianamente estudiantes de la escuela de medicina hacia –o desde- el metro. Un grupo de ellos iba comentando que México era cabeza de serie para el mundial, pero que Holanda no. Aunque quisiera, nunca usaré la expresión ‘cabeza de serie’ con tanta propiedad como ellos, que se miraban y asentían mientras uno hablaba.

Por el borde del cerro, la Municipalidad de Recoleta instaló una especie de parque, con juegos infantiles y todo. Habría caminado por ahí de haber sabido que tenía salida por el otro lado, pero no lo sabía, así que caminé por la vereda del frente, para poder apreciar los jardines con más perspectiva. Para armar algunas partes de la quinta, se había tenido que mover tierra y construir murallas. En ellas hay carteles que dicen “Peligro Rodados”, y, justo debajo de los carteles, bancas de plaza para que las viejas le den pan picado a las palomas. No había viejas en las bancas, ni niños en los juegos. Por suerte, eran las 3 de la tarde y el calor molestaba.

Caminando por Santos Dumont desde Recoleta hacia el poniente uno se encuentra sólo con dos calles importantes. La primera es Avenida la Paz, que empieza cerca de la Estación Mapocho, al lado del Río, y se acaba en el Cementerio General, sólo una cuadra más al norte de Dumont. La segunda calle es Independencia, que empieza casi junto con Avenida la Paz, y va separándose de ella poco a poco, pero sigue su camino, creo, hasta Américo Vespucio, sino más allá. Los territorios de la escuela de medicina de la universidad, más los del hospital, el SEMDA central, algunas canchas de fútbol y quién sabe qué más, son enormes. Van por la vereda norte de Santos Dumont, ocupando todo lo que está entre Independencia y Avenida la Paz, sin falta. Para atrás, eso sí, no sé hasta dónde llega. Sé que está la Morgue, y que el cementerio empieza un poco después. Pero el terreno es grandote y tuve la oportunidad de perderme un rato.

Una de las entradas al hospital está por Avenida la Paz. Al frente está el Centro de Internación Psiquiátrica Estudiantil de la universidad. Una cuadra más al sur está la escuela de odontología. Entré por urgencias porque me acordé que la enfermera había mencionado esa palabra. Caminé hasta ahí y me paré en una especie de cola que había tras un hombre tras un vidrio. Vi que había otro hombre tras un vidrio haciendo nada y le fui a decir que yo estaba ahí. Me mandó a sacar número. Había cuatro opciones en una pantalla que uno tocaba e inmediatamente te imprimía un papelito. No me acuerdo de las otras opciones, pero apreté una que decía ‘Adultos’ y me soltó un papel que decía ‘A 059’. Era raro ese sistema, que me costó un rato entender. El siguiente que apretó adultos recibió un papel que debe haber dicho ‘A 060’, pero a quienes apretaban los otros botones les salían otras letras y otra correlación numérica. Cuando tomé mi número, el contador iba en la A 056, y pensé que me iban a atender de inmediato. Pero el siguiente número fue el C 012. y el siguiente el L 005. Así que en vez de esperar tres números tuve que esperar como 15.

En ese rato decidí averiguar qué era eso del SEMDA central. Salí de la salita y le pregunté a un guardia, que me mandó a salir a Avenida la Paz y entrar por la puerta siguiente. Lo hice y me encontré con un edificio que decía “Vicerrectoría de asuntos académicos” (o algo así). No supe qué hacer, pero entré igual. Una vez dentro vi varios carteles colgados al techo que decían cosas relativas al SEMDA y me acerqué a hablar con una señorita que estaba en el mesón. Me paré frente a ella y la saludé. No me miró. La miré yo y vi que tenía un gran audífono en su oreja izquierda, del que se desprendía un microfonito. La miré otro poco y miré alrededor, topándome con la mirada de un hombre que se notaba con muchas ganas de atender a alguien. Me le acerqué y le pregunté si aquel edificio era el SEMDA central. Me dijo que sí y, cuando empezaba a explicarle mi problema en la garganta, me interrumpió diciéndome que sólo tenía horas médicas para el lunes. Era viernes, y yo quería empezar a medicarme lo antes posible, así que le pregunté si en urgencias, como estudiante de la universidad, todo sería gratuito. Me dijo que sí y él se despidió amablemente de mí.

Volví a la sala de urgencias y los números recién iban en el A 057. Me senté a esperar, sin nada que leer, sin entretención más que observar a mi alrededor. Eso hice. Había varios niños, corriendo por ahí y con sus respectivas mamás retándolos. Yo las miraba feo cada vez que una retaba a uno. Hubo una a la que miré feo un buen rato. Su hijo, que se llamaba Sebastián, lo estaba pasando bomba con su hermana Francisca, corriendo para allá y para acá, pasando entre la gente, gritándose cosas y todo. Tendrían unos 9 y 11 años. No sé por qué, pero la mamá quería que ambos niños estuvieran siempre sentados a su lado, sin moverse. No lo lograba, claro. Los niños salían por la ventana y entraban por la puerta, pasaban por debajo de los asientos, se gritaban cosas de un lado a otro de la sala. A mí, por lo menos, no me molestaban en lo absoluto, pero la señora, aquella, estaba desesperada. Creo que podía estar pensando varias cosas. Una sería que sus hijos no fueran a caerse y pegarse; otra que se avergonzaría si a alguien le molestaban los gritos; otra que podrían empujar y botar a un viejo por ahí… ninguna, a mi juicio, tenía mucho sentido. De pronto le gritó a Sebastián. El niño corrió a preguntarle que qué pasaba y ella se limitó a decirle “¡Siéntate!”. Se sentó y la miró como preguntándole qué necesitaba de él. Ella le dijo que se quedara sentado y él le dijo que no y se paró, pero ella lo tomó del brazo y lo sentó. Estuvieron en eso un rato hasta que le agarró un mechón del pelo y lo tironeó un poco. El niño la miró feo y creo que la insultó, porque inmediatamente después le tomó la oreja y lo levantó unos centímetros del asiento.

“Vieja de mierda” estaba pensando cuando salió mi número en la pantalla, que no sólo mostraba el número sino también emitía un pitido varias veces seguidas, para que todos los presentes lo observen. Me acerqué al hombre tras el vidrio y le comenté brevemente mi problema en la garganta, interrumpiéndome éste con la petición de mi carné de identidad. Le dije que era estudiante y le pasé ese carné también. Los tomó los dos y los fotocopió, sin mirarme. Después volvió y me hizo anotar mi nombre, mi rut y firmar. Lo hice y me dijo que tomara asiento, que me iban a llamar. “¿Cuánto se demora?”, pregunté, y él, mirándome a la cara por primera vez, me dijo, así como al pasar, “no… si están pasando rápido”. Conforme, me senté.

Eso fue exactamente a las cuatro de la tarde. Cincuenta minutos después estaba cansando de estar ahí. Lo más triste que vi fue a una anciana, sobre una camilla, siendo paseada, desnuda, tapada con una frazada al sol, por el patio. Preferí no mirar a dónde la llevaban. Sebastián y Francisca tenían unos billetes de plástico. A la mamá, al parecer, se le olvidó el enojo, y la niña ordenó los billetes en la ventana, por dentro. Mientras lo hacía, Sebastián se paró afuera y le dijo que tenía un vale por doce mil pesos. La niña, sin mirarlo, le dijo que el banco todavía no estaba abierto y me miró de reojo. Yo estaba a sólo un asiento de la cajera y le sonreí. El niño se dio unas vueltas e intentó robar unos billetes. Pero Francisca era mucho más viva y se los quitó de la mano casi sin que él se diera cuenta.

Yo me paré, ya choreado de la espera y le pregunté al hombre tras el vidrio cuánto más se iban a demorar. Me mandó a hablar con el portero, aquél hombre de azul que estaba justo al otro lado de la puerta donde se atendían los pacientes. Fui y le pregunté. Éste fue a buscar una bandeja con hojas y me dijo que era el siguiente, que apenas se desocupara un ‘box’ me iba a llamar. Me miró y me dijo mi nombre completo. Después me repitió rápidamente que apenas se desocupara un ‘box’ me iba a llamar.

Salí y me paré en diferentes lugares de la sala de espera. Francisca y Sebastián se habían aburrido del banco y estaban mirando a una guagua que estaba en un coche. La miraban un poco, se reían, y salían corriendo. Yo me senté cerca de la mamá, que respiraba fuertemente tratando de contener su rabia, se comía las uñas, se miraba en un espejito, miraba la hora en su teléfono. Desesperada.

Me dio un poco de calor, así que abrí la ventana que estaba detrás de mi asiento. Era la misma ventana en la que los niños habían jugado al banco, pero ahora estaba cerrada, pues estaba abierta justo detrás de la mamá. Entonces, al abrirla un poco de mi lado, se cerró un poco del otro. Apenas lo hice noté la mirada de Sebastián sobre mí, más preocupado que enojado. Me miraba y se acercaba a la ventana, por su lado. Yo me hice el desentendido y esperé a que la cerrara, a ver si se atrevía. Lo hizo, y yo rápidamente lo miré a los ojos, luego miré a la mamá, y lo miré a los ojos de nuevo. Él me miraba mientras yo lo miraba a él y a su mamá. Le susurró algo al oído a la señora y esta me miró con cara de nadie. No estaba contenta ni enojada conmigo, no le importaba nada que yo estuviera ahí o no. Me miró y le gritó al niño que se sentara. Vieja de mierda.

Finalmente me llamó el portero, a eso de las 17:10. Me acerqué y me condujo a un ‘box’, el número 2. Me dejó ahí y se fue, y yo me quedé ahí, mirando las cosas. Había una máquina que parecía poder imprimir boletas, la camilla, una mesa-bandeja de metal y una escalerita para subirse a la camilla. Dejé el chaleco que tenía en la mano encima de la camilla y me apoyé en ella. En eso entra un hombre grandote, sudoroso. Me pidió que me acostara. Yo le dije que sólo quería que me vieran la garganta, y él me dijo de nuevo que me acostara, así que me acosté. Me pasó un termómetro y me pidió que me lo pusiera en la axila. Apenas hecho, tomó mi brazo y me puso una banda que se inflaba para medirme la presión. La banda estaba conectada con un aparato que tenía ruedas, abajo, y luces y botones, arriba. El gordo iba caminando de box en box poniéndole eso a la gente y anotando cosas en unas hojas. Mientras lo hacía me preguntó qué cosa estudio y en qué año voy. Fue todo lo que hablamos. Después salió del box, cuya cortina estaba abierta, y anotó algo en una pizarra. Lo anotó al lado del número dos, así que pensé que se trataba de mí.

Me quedé acostado, incómodo, un rato, de nuevo sin saber qué hacer. Me habían llamado al celular mientras se me tomaba la presión, pero lo había puesto en silencio, y me había sacado el banano, para acostarme más cómodo. Al rato me senté. Después me paré y me asomé al pasillo. Había seis otros box cercanos. Cuatro al frente y uno a cada lado del mío. En los del frente uno tenía la cortina cerrada, y en el otro había un hombre acostado, con el brazo sobre la frente, y el otro extendido a su lado y conectada su vena con una bolsa con un líquido transparente. Los otros dos estaban detrás de una puerta, y sólo supe que entró una anciana en camilla. Al fondo, a la derecha, estaba la puerta hacia la sala de espera, con el portero sentado al lado. Un poco más acá, otra sala con cuatro box más. También había, en el pasillo hacia la sala de espera, una mesita angosta con un teléfono, la bandeja que el portero había tomado hace un rato, papeles varios y un diario mural sobre ella. A la izquierda de mi box estaban los dos box detrás de la puerta, otra puerta en la que me pareció ver una cocina, un escritorio azul bastante incómodo con un computador, y dos puertas, a saber, baños para hombres y mujeres.

Pasaron varios minutos. Al principio me mantuve en mi box, pensando en respetar las normas del lugar. De a poco empecé a dar pasitos afuera. Uno que otro, para empezar. Al rato, me paré en la separación de los box del frente, para ver qué había en los box a los lados del mío. En el de mi derecha había una jovencita acostada, acompañada de alguien que parecía ser su novio. Hablaban a susurros entre ellos, a ratos reían. Estaban tranquilos. Los había visto en la sala de espera. Ella era estudiante de la universidad y se había quebrado el brazo y la mano izquierdos, y era zurda, por lo que todo se le hacía muy difícil. La vi firmar unos papeles con su huella digital.

En el otro box había una anciana bajita. Extremadamente bajita, para mi gusto. No me detuve a observarla, pero me pareció que tenía el cuerpo desproporcionado. Era chica, pero tenía la cabeza más chica de lo que uno supondría al ver su cuerpo, mientras que los pies eran demasiado grandes.

Volví a mi box. Había un cajón debajo de la maquina, esa de las boletas, que estaba desenchufada. Lo abrí y encontré un cuaderno azul, de esos medianos, con líneas y no de cuadros, roñoso y aparentemente viejo. Tan viejo no era. En él estaban anotados todos los pacientes que habían estado en ese box desde las 00:00 del 1 de enero del 2009. Uno por uno, con sus nombres completos, la hora de salida de casa uno, y el médico que los había atendido. No entendí todo lo que había en él. Entre la hora y el nombre había unas letras que me parecían azarosas. En todo caso, para anotar todos los datos se usaba el cuaderno abierto. En la hoja derecha estaba la hora, las letras, el nombre y unos números. En la hoja izquierda había más números, el nombre del doctor y palabras que no pude descifrar. Lamentablemente, no estaban las enfermedades de cada uno de los pacientes. Lo revisé un rato y lo guardé. El último nombre anotado era Juan Rosales Muñoz.

Apreté unos botones en la máquina desenchufada y no pasó nada. Me estaba desesperando. Desde que llegué al hospital habían pasado casi dos horas, y todavía no había tenido la oportunidad de explicarle a nadie lo que me pasaba en la garganta. Salí de nuevo al pasillo y me acerqué a la pizarra donde el gordo había anotado mi nombre. Todo lo que decía era “2 Amigdalitis”. Todavía no entiendo cómo supieron que era amigdalitis. El olfato médico, quizá.

Después miré el diario mural, que estaba lleno de informaciones que no me interesaban en lo absoluto, como el modo de trasladar pacientes a otro hospital, las últimas resoluciones del gobierno respecto a algunas leyes, listas con nombres, invitaciones a congresos, etcétera. En la mesita estaba el teléfono, la bandeja y un montón de papeles. Lo miré un poco y no encontré nada interesante. En eso se acerca una enfermera y deja un papel en la bandeja, poniéndolo debajo de los demás. Me miró y rápidamente le pregunté cuánto rato más tendría que esperar. Me dijo que los médicos estaban reanimando a un paciente, y que eso era motivo de más para llenarme de paciencia. Le creí.

Pasaron más minutos. Me desesperaba. Me senté en la camilla, mirando para allá y para acá, me di otras vueltas, me senté en la escalerita, me paré. De pronto pensé en cuántos médicos habían en urgencias para que todos ellos estuvieran reanimando al paciente y decidí averiguar. Me acerqué al portero y le comenté que, en realidad, esperar adentro o afuera era como lo mismo, sólo que afuera estaba más fresco. No me respondió.

-Oiga –le dije-, ¿cuántos médicos hay acá, en urgencias?-. Me miró casi enojado. Me dijo que no sabía, que no tenía por qué saber, que por qué le preguntaba eso a él, si le podía preguntar a ese enfermero que estaba más allá, o al gordo que estaba sentado al fondo, que él no tenía por qué responder ese tipo de preguntas, que él sólo tiene que llamar a los pacientes y ayudarlos a desplazarse si es menester. –Bueno, bueno, no se ponga a la defensiva, pues.

Volví a mi box. Encontré que la mejor forma de sentarme era en la escalera, apoyando un brazo sobre la camilla, y mi cabeza sobre el brazo. Estaba enrabiado, ya. Faltaba que me dijeran cualquier cosa para mandarlos a todos a la mierda. Me di otra vuelta, viendo unas fotos que colgaban de las paredes, alabando la imponderable tarea del hospital clínico más grande de Chile. Extendí un poco el recorrido y pasé frente a la sala de reanimación, cuya puerta, para mi sorpresa, estaba abierta. Miré y no vi nada. Vi una pared, y no me atreví a asomarme. No se escuchaba nada dentro, por lo que concluí que mi consulta estaba pronta a comenzar y volví rápidamente a mi box, tomando la posición ya mencionada.

Estaba conteniendo mi rabia, ya cerca del llanto, cuando escuché que se cerraba la cortina. Había un médico joven, de unos 28 años, haciéndolo. Me levanté y le extendí la mano, para saludarlo. Me preguntó mi nombre, me dio el suyo y me preguntó que qué me pasaba.

-Me duele mucho la garganta, creo que es amigdalitis. Pero me duele mucho, mucho a ratos, al punto de que no puedo ni tomar agua tranquilo.- En ese momento sonó el celular del médico. –Hoy en la mañana me comí medio pan y fue muy, muy doloroso, tengo hinchado acá –me toqué el mentón mientras el doctor sacaba su teléfono –y ni siquiera puedo…-tómo el teléfono, me hizo un gesto rápido y salió del box, a contestar.

Me llené de rabia inmediatamente. Lo odié. Me agarré la cabeza, desesperado, a punto de salir y decirle que se metiera su cagá de consulta por la raja. Me estaba apretando la frente cuando volvió a entrar y me hizo un gesto como de ‘¿en qué íbamos?’. Me puse de pie (había estado apoyado en la camilla) como para demostrar mi superioridad, para mirarlo para abajo, para que le doliera; me paré incómodamente cerca y le dije:

-Oe. ¿Sabís qué? Si trabajarai en una clínica privada no te atreveríai a contestar el teléfono en medio de una consulta. No lo haríai ni cagando.

Lo miraba a los ojos, fijamente. El esquivó la mirada y me dijo “Sí… tienes razón…”. “Sí po,” le dije yo, “pero éste es un hospital no más”. Asintió un poco. Me miró para arriba y me pidió, tímidamente, casi asustado, si podía abrir la boca, mientras movía un poco su linterna y su paleta de madera, mostrándomelas. “Claro”, le dije, y sin dejar de mirarlo para abajo abrí la boca tan grande como pude y bajé la lengua para que pudiera mirar bien. Estaba yo con mi boca abierta tan cerca y arriba de él que tuvo que poner la linterna muy cerca de su cara.

De ahí en adelante la consulta fue agradable. Los dos habíamos sido pesados, los dos estábamos choreados, y seguimos con el asunto. Me miró la garganta otro poco y me pidió que me recostara. Me tocó el cuello y el mentón, preguntándome dónde dolía y dónde no. De pronto me empezó a desabrochar la camisa. Levanté la cabeza y le miré las manos, primero, y la cara después. Hice un gesto de incomprensión con las manos y me pidió que lo hiciera yo. Así que ahí estaba yo, de espaldas, con la camisa abierta, y con un desconocido manoseándome el pecho, la guata, un poco de la espalda. Me di cuenta, una vez más, que las manos de los médicos son agradables. Me tocaba precisa y suavemente, preocupado. Después me sacó la camisa y me puso de guata, tocándome la espalda. Le pregunté por qué lo hacía y me dijo que, en general, las amigdalitis no tratadas pueden avanzar hacia los pulmones o hacia otros órganos, sólo estaba descartando avances. Me tocaba, me apretaba un poco y me hacía respirar hondo. Después me fue poniendo el estetoscopio por toda la espalda. Me tocó los riñones. Me puso de espaldas de nuevo y me escuchó el pecho por todas partes. Después me hacía respirar hondo y me apretaba la guata, poco a poco, por todas partes.

Yo, por lo menos, no sentí ninguna insinuación sexual de parte del doctor, como me comentaron un par de personas después. Pero la preocupación que demostraban sus manos fue suficiente para que el asunto del teléfono no me molestara. Igual se preocupó de mí. Me atendió y me recetó analgésicos. En realidad me ofreció una inyección rápida y dolora ahí mismo, o tomar pastillas por 3 días; elegí las pastillas. Fue a buscar una receta y se demoró un poco, no más de la cuenta, pero de todas maneras se disculpó al volver. “Disculpa la demora”, me dijo. Me contó que los analgésicos sirven, sobretodo, para desinflamar; que mi amigdalitis es viral, no bacterial, y que por eso no me recetaba antibióticos.

Me pasó la receta, nos dimos amablemente la mano y, justo antes de salir yo del box, me tocó el hombro, fuertemente, y me dijo:

-Disculpa… disculpa por lo del teléfono.
-Filo, weón –le respondí.

(Al irme del recinto universitario-hospitalario me perdí un rato, no sabía bien por dónde ir. Quería salir por la salida de Independencia, porque por Recoleta ya había pasado, y estuve como 25 minutos dándome vueltas. En eso voy pasando por afuera de una ventana que daba a una escalera. En la ventana había un niño y una niña que no eran ni Sebastián ni Francisca. “¡Caballero!” me gritaron. Los miré y me pidieron que recogiera su pelota, mientras apuntaban hacia un poco de pasto que había bajo la ventana, que era alta: había unos dos metros de pared debajo de ella. Me acerqué y no vi nada. “¿Qué pelota?”, les pregunté. Ellos decían “esa, esa” y apuntaban al suelo. Seguí sus deditos y vi una pelotita, de unos 3 centímetros de radio, de un rosado furioso. La recogí y se las iba a pasar. “Son dos, nos tiene que pasar las dos”, me dijeron y apuntaron de nuevo. Seguí de nuevo los deditos y encontré otra. Esta era verde, furiosamente verde. Se las pasé, me agradecieron, sonreí y me fui. Seguí caminando y, al rato, me di vuelta, a ver en qué estaban los niños. Estaban así, sentados todavía en la ventana, conversando o algo, pero no jugando con las pelotas).

Oye !


Ventana naranja.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Soñé
que me caía al agua
y que me caía súper fuerte
y llegaba hasta las moléculas del agua
y, un rarito, tenía que nadar esquivando electrones y quartz,
y miraba de lejos a los neutrones de en medio,
y volvía a alejarme, o sea, flotaba,
iba viendo todo más chico,
hasta que volía
a ver agua.

Ecuador

Escuché que una de las actividades que realizan los turistas cuando viajan a Ecuador y se paran justo en la frontera es vaciar recipientes de agua en embudos para ver hacia qué lado giraba el líquido. Según me contaron, al pararse a un lado gira hacia la derecha, y, al pararse al otro, a la izquierda.

También escuché una conversación que sostuve con algún grupo humano que no puedo diferenciar de los demás. Era una especie de ridiculización del paradigma científico newtoniano en la que proponíamos formas de caer del agua en el mismísimo punto del ecuador, aquel ecuador geométrico que los físicos deberían haber calculado pero jamás visualizado.

Decíamos que había varias posibilidades. La más obvia, que el agua cayera justo para abajo. La menos, decía que el agua saltaba hacia arriba. La psicodélica proponía que, además de saltar, salían colores y formas que adornaban los cielos.

Pensamos en viajar a ver qué pasaría con el agua, echarla a correr nosotros mismos, observar empíricamente la situación discutida. También se propuso la idea de que era mejor vivir pensando en nuestras propias vivencias y permitir que la imaginación hiciera estragos en nuestra percepción de la realidad, a saber, una buena idea.

Así seguimos discutiendo, riéndonos con cada vez más ganas de la existencia histórica de personajes como Bohn, Einstein o, en un punto álgido del problema, Neruda, que nos lucía como un modelo a seguir que ejercía tanta fuerza en nuestro imaginario, tan poco objetivamente, tan estimulador de una profunda resistencia. De esas resistencias implícitas, innatas.

Recurrimos al facilismo. Dijimos que era mejor vivir resistiendo los problemas que enfrentándolos inútilmente. Las opciones eran vivir con honor o morir con gloria, pero sólo éramos capaces de resistir en silencio o de morir en el olvido, algo así como la más baja representación del hommo sapiens.

Si bien la física tiene aciertos, coincidimos en que, en general, estimula lo más bajo de nosotros mismos. La gloria estaría en el camino de la física sólo porque lo que necesita para existir es un criterio, un consenso de no-verdades y no-mentiras que genere causalidad en la forma de organización social.

Por lo que concordamos que, a pesar los aparente males que se han producido a través de la existencia del conocimiento empírico, la única forma de averiguar de qué manera se mueve el agua al arrojarla en el punto magnético exacto del ecuador, es utilizando sabiamente la imaginación. Esto porque aquél punto tiene tan poca existencia como la cantidad de masa que un sólo punto refleja en un plano cartesiano tridimensional. Lamentablemente, nadie lo va a encontrar.


Gata.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
“Este ají picante es rojo –pensó el príncipe-. Rojo, como la sangre. ¿Cómo será mi sangre? -se cuestionaba-. Debería ser azul, pero es roja. ¿Será picante como ésta? No, esa sería sangre plebeya. La mía –razonó coqueto- debe ser dulcecita”.

Cuatrocientas palabras.


pato.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Extranjería.

Nosotros, cuando caminamos por la calle, no vamos pensando en que somos santiaguinos.


Marketing.

Lo primero fue pagarle a la gente para poner publicidad en los techos de sus edificios. Después les pagaron por las ventanas. Después, por los autos. Más tarde empezaron a pagar por palabras: uno tenía que usar el camino a la oficina para comentarle a los otros pasajeros las maravillas del detergente, la necesidad del computador, la grandeza del pisco, la nobleza del retail. Buena plata. Ahora no podemos conversar de nada más.


Sin primos.

Toda mi vida he escuchado a la gente hablar de sus primos. Que fueron con el primo a la playa, que estaban en la casa de su prima o que tenían que hablar algo con su tía. Yo nunca he tenido primos a los que contarles una noticia, ni casas de tías donde almorzar el domingo, ni abuelos con historias fantásticas del pasado. Yo crecí en una familia de fines del siglo veinte, con una que otra comodidad, cable en los novena e Internet en el dos mil. Pero primos nunca he tenido.


La muerte del pintor.

A mediados de noviembre se murió el pintor. La pintura de la brocha había estado en el living desde mi llegada; también el cuadro del hombre acostado, mirado desde arriba, con las manos en la nuca. Pero en noviembre se murió el pintor; y la señora Ana, sola en su pieza, se sentó de espaldas a la tele y lloró.

Todo lo que es la morta.


"Marioneta"
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
El título se refiere a la mortadela. Y yo, sinceramente, ya no tengo ideas nuevas. Sólo pienso cosas como que no se me ocurre nada ocurrente, que la existencia de los átomos es absurda, que hay que disfrutar de cada momento que se vive, y que la pólvora se debería sacar de minas. Aunque pólvora, mítico-etimológicamente significa polvo, en español, y sol, en egipcio. Y eso que el sol no está tan lejos.

Dos cosas:


Jamás.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Por un lado, afirmaré que estaba mirando la luna. O sea, me paré a mirarla porque se veía bien bonita: estaba recién salida de detrás de la cordillera y estaba metiéndose a una nube, entonces se veía una forma extraña que apenas se parecía a una esfera, pero te dejaba intuirla. La miré, así, de lado y lado, y pensé que si uno se atañe rígidamente a las leyes de la física, no se podría decir eso que se dice del sol, que no es el sol el que se mueve sino la Tierra. Lo que sí se podría decir, es que es la luna la que se está moviendo, porque, respecto a mí, según yo, se está moviendo; lo que pase a mil millones de kilómetros me tiene sin cuidado, sólo que me genera una curiosidad culiá.

Lo otro es que me duele un poco el brazo, entonces empecé a moverlo de un lado a otro para descubrir la posición en que más me dolía y tratar de imaginarme cómo era la fractura, quebradura o hinchazón que me aquejaba. Lo estaba haciendo y pensé que ese dolor que sentía no lo estaba viendo, olfateando, escuchando, degustando o tocando, así que seguramente la sensación llegaba a mí desde otro sentido. O sea que no tenemos cinco sentidos, sino seis o siete o quién sabe cuántos. Y, en volá, es cosa de empezar a sentir con los otros sentidos y no con éstos cinco que podrían significar nada más que un imposición social, así como el lenguaje o las monedas.

(estracto de) Entrevista al Papa.

Hola Papa.

-Hola.

Nombre completo.

-Gabriel Ignacio Miranda Letelier.

Nombre de tus padres.

-Hugo Roberto Miranda Díaz y Eugenia Ximena Cecilia Elena Letelier Jareño.

Lugar de nacimiento.

-Santiago.

Año

-Ochenta y seis.

Fecha

-Veintitrés de septiembre.

Hospital

-Ehhh… de la católica.

¿Hace cuánto eres músico?

-Como dos años y medio.

¿Qué tipo de música tocas?

-Folk Rock Esquizofrénico.

¿A qué te refieres con eso?

-A que es Folk, Rock y es esquizofrénico.

¿Alguna vez pensaste en tocar regge?

-Sí, pero no domino la técnica manual para tocar regge.

Igual tienes canciones ragamuffi.

-Sí, pero es súper básico.

¿Alguna vez jugaste a la pelota, Papa?

-Sí.

¿Por qué?

-Por que era un niño y quería interactuar con mis compañeros y era lo que hacíamos en educación física.

¿Y jugabai de arquero?

-Al final sí.

¿Y al principio?

-Al principio era defensa… Igual era malo, por que era lento… y al arco, después, era bueno porque tapaba todo el arco no más.

Una vez, cuando estaba en el colegio, jugué a la pelota con mis compañeros, y me caí y me embarré entero, y un compañero me agarraba pal webeo diciéndome que yo era un crack… ¿Alguna vez te dijeron crack, Papa?

-No.

¿Cómo aprendiste a andar en bicicleta?

-Aprendí muy tarde, como en primero medio y… no me acuerdo como aprendí… subiéndome a la bicicleta y tratando de andar.

¿Qué opinai de los skater?

-Puta… … … No sé weón… ehhh… Los skater igual, no sé, son como pendejos. ¿Hay cachao que los viejos que hacen skate se dedican, con como deportistas de verdad? Y los pendejos son como pendejos culpaos como con un hobby, así. A los skater profesionales los respeto caleta, pero la onda skater es como para llenar el vacío de la identidad de los pendejos.

¿Qué otro hobby tenís tú, Papa?

-Ehhh… fumar marihuana, carretear, ver tele, ver dibujos animados, veo muchos dibujos animados. ¿Qué más hago?

Aparte de marihuana, ¿consumes otro tipo de drogas?

-Clonazepam.

¿Qué es?

-Es un ansiolítico legal, un medicamento psicotrópico, y lo que hace es como que te droga un poquito.

¿Un poquito?

-O sea, te dura como cuatro horas.

¿Qué te parece Stalin?

-No sé. Sólo sé que era comunista y que era un líder.

¿Qué otras personas crees que han sido líderes en la historia, Papa?

-Jesús, Hitler, Lautaro, Martin Luther King, Buda.

¿Del Villar?

-Yo, ahhh. (risas) No, mentira, no creo que sea líder.

¿Nunca te has sentido como líder?

-No, porque estoy solo, nunca he sido líder de nada.

Igual tenís seguidores, así.

-Sí, pero no sé.

¿Qué sentís cuando estai aquí y tocai una canción y escuchai que la gente aplaude?

-Me sube la autoestima. Es como “ah, bacán”, me sube el ego.

¿Y encontrai que eso es bueno?

-Sí, porque tengo baja autoestima y necesito suplantarla con mi ego.

¿Cuántos años tenís?

-Veintidós.

¿Quieres morir luego?

-Sí, como a los treinta.

¿Drogado?

-Como sea, pero que sea rápido e indoloro.

¿Qué va a decir tu lápida?

-“Papa, el grandioso”.

Al árbol.

La idea era decir algo así como que si te digo que te amo a ti, es porque quiero decírtelo a ti así como a cualquier otra persona, cosa, animal o planta. Pero tenía que decírselo a alguien, ¿no? Así que te lo digo a ti.

Breve defensa de Feyerabend.

Yo creo que la conciencia de uno mismo apareció en el planeta a medida que iba apareciendo el lenguaje. Además, apareció en la medida que el lenguaje fue categorizando las cosas que percibían los sentidos de las gentes. Así, las concepciones de la realidad son montones de conexiones neuronales -o de algún otro tipo (como materia oscura o algo así) que pueda ser lingüísticamente situable dentro de la concepción del “yo”- que de una u otra forma producen un sonido que es escuchado por ‘alguien’. Ese alguien puede tanto ser ‘otro’ como ‘uno mismo’. En ese sentido, las afirmaciones que uno u otro exprese, así como las negaciones o las interrogantes, son incuestionables, pues cuestionarlas sería cuestionar la idea misma de la conciencia ajena.

Título provisorio.


Soyla
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Empezamos en un lugar obvio e innecesario, haciendo cosas que a todos nos emocionaban pero que tenía a muy pocos bajo una sensación de verdadero placer vital. Había que celebrar, así que nos movimos hasta las mesas y lo hicimos. Estábamos cómodos, pero con la sensación de estar haciendo algo con gente que no conoces bien. Pese a todo, nos conocíamos un poco y disfrutábamos de la situación.

Después de inhalar gases junto a un par de desconocidos, un conocido me indicó una buena solución para el problema. Quedábamos pocos, así que encontrar una solución para mantener el estado de las cosas no era necesario, sino agradable, amigable y amable. Me dijeron (o dije) algo acerca de una plaza en las cercanías lejanas y la propuesta de la caminata nos hizo sentido a unos siete de nosotros.

Así que caminamos. Como tenía que ser, algunos alegaban que era muy lejos y otros apelaban a la sublime diversión que nos esperaba. Llegamos y no había nada más que pasto, tierra, bancas y tres columpios. Empezamos a quemar el momento mientras un gran hombre me comentaba lo posmoderna de la situación. Una gran mujer columpiaba su existencia tonalmente enojada con el sistema social. Otro tomó una bicicleta y nos mostró cómo se caía de ella, cómo se ensuciaba con barro, cómo no podía derribar árboles.

Sin dejar de disfrutar el lugar decidimos movernos. Yo, que, como ninguno, no sabía hacia dónde dirigirme, en algún momento de la caminata me escuché diciendo:

-Entonces sentémonos aquí mismo po, weón.

Sin esperarlo, dos de mis compañeros tomaron asiento. Miré a mi alrededor y vi dos avenidas vacías y medianamente oscuras. No era tan mala idea, así que tomé asiento y quemé unos momentos junto a esa gente. No había nada más que espacios vacíos detrás de nuestro círculo, que se animaba cada vez más cuando el primer auto tocó su bocina. Después, más de uno pasó amenazando nuestras vidas, pero nosotros razonábamos que cómo nos iban a matar, qué sentido podría tener eso. Nadie lo hizo, y cuando empezábamos a invitar a los conductores a bajarse, justo antes del segundo bocinazo, un rastaffari apareció desde el sur. A nuestro costado, sin bajar de la bicicleta, nos miró hacia abajo y nos dijo:

-Dejé mi abrigo en el noreste.

Nos reímos a carcajadas y éste partió hacia rumbos desconocidos, hacia el mil ochocientos, alrededor de los terrenos de Carmen Cobarrubias. Lo esperamos con la certeza de que su presencia ahuyentaría la presencia estatal. Apareció entonces el canto, que lo cantábamos a carcajadas. Y dijimos carcajadas porque fueran las carcajadas las que cantaron ese canto. Y cuando una carcajada se acababa se transformaba en canto, y el canto acabado era la carcajada. Le dimos vueltas a ese asunto hasta que alguien comentó algo con lo que todos estuvieron de acuerdo:

-Es éste el momento más feliz de mi vida.

En la caminata pronta, con más destinos conocidos que nunca, con dos o tres certezas menos en las cabezas, nos preguntamos si el acuerdo acerca de la última frase pronunciada tenía que ver con un acuerdo con la certeza de la felicidad propia de cada uno, o con un acuerdo respecto a la felicidad del parlante que la transmitió.

Ya en su casa, uno de nosotros pensó que aquellos que escriben consignas callejeras durante sucesos sociales conmocionados, como el mayo francés o el mayo de los pingüinos, podrían haber estado tan preocupados y pendientes del suceso, que los rayados que algún periodista escribió o fotografió podrían ser obra de un autor u otro, de cualquier persona, y que éstas podrían decir “de más que eso lo escribí yo”.

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