Título provisorio.


Soyla
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Empezamos en un lugar obvio e innecesario, haciendo cosas que a todos nos emocionaban pero que tenía a muy pocos bajo una sensación de verdadero placer vital. Había que celebrar, así que nos movimos hasta las mesas y lo hicimos. Estábamos cómodos, pero con la sensación de estar haciendo algo con gente que no conoces bien. Pese a todo, nos conocíamos un poco y disfrutábamos de la situación.

Después de inhalar gases junto a un par de desconocidos, un conocido me indicó una buena solución para el problema. Quedábamos pocos, así que encontrar una solución para mantener el estado de las cosas no era necesario, sino agradable, amigable y amable. Me dijeron (o dije) algo acerca de una plaza en las cercanías lejanas y la propuesta de la caminata nos hizo sentido a unos siete de nosotros.

Así que caminamos. Como tenía que ser, algunos alegaban que era muy lejos y otros apelaban a la sublime diversión que nos esperaba. Llegamos y no había nada más que pasto, tierra, bancas y tres columpios. Empezamos a quemar el momento mientras un gran hombre me comentaba lo posmoderna de la situación. Una gran mujer columpiaba su existencia tonalmente enojada con el sistema social. Otro tomó una bicicleta y nos mostró cómo se caía de ella, cómo se ensuciaba con barro, cómo no podía derribar árboles.

Sin dejar de disfrutar el lugar decidimos movernos. Yo, que, como ninguno, no sabía hacia dónde dirigirme, en algún momento de la caminata me escuché diciendo:

-Entonces sentémonos aquí mismo po, weón.

Sin esperarlo, dos de mis compañeros tomaron asiento. Miré a mi alrededor y vi dos avenidas vacías y medianamente oscuras. No era tan mala idea, así que tomé asiento y quemé unos momentos junto a esa gente. No había nada más que espacios vacíos detrás de nuestro círculo, que se animaba cada vez más cuando el primer auto tocó su bocina. Después, más de uno pasó amenazando nuestras vidas, pero nosotros razonábamos que cómo nos iban a matar, qué sentido podría tener eso. Nadie lo hizo, y cuando empezábamos a invitar a los conductores a bajarse, justo antes del segundo bocinazo, un rastaffari apareció desde el sur. A nuestro costado, sin bajar de la bicicleta, nos miró hacia abajo y nos dijo:

-Dejé mi abrigo en el noreste.

Nos reímos a carcajadas y éste partió hacia rumbos desconocidos, hacia el mil ochocientos, alrededor de los terrenos de Carmen Cobarrubias. Lo esperamos con la certeza de que su presencia ahuyentaría la presencia estatal. Apareció entonces el canto, que lo cantábamos a carcajadas. Y dijimos carcajadas porque fueran las carcajadas las que cantaron ese canto. Y cuando una carcajada se acababa se transformaba en canto, y el canto acabado era la carcajada. Le dimos vueltas a ese asunto hasta que alguien comentó algo con lo que todos estuvieron de acuerdo:

-Es éste el momento más feliz de mi vida.

En la caminata pronta, con más destinos conocidos que nunca, con dos o tres certezas menos en las cabezas, nos preguntamos si el acuerdo acerca de la última frase pronunciada tenía que ver con un acuerdo con la certeza de la felicidad propia de cada uno, o con un acuerdo respecto a la felicidad del parlante que la transmitió.

Ya en su casa, uno de nosotros pensó que aquellos que escriben consignas callejeras durante sucesos sociales conmocionados, como el mayo francés o el mayo de los pingüinos, podrían haber estado tan preocupados y pendientes del suceso, que los rayados que algún periodista escribió o fotografió podrían ser obra de un autor u otro, de cualquier persona, y que éstas podrían decir “de más que eso lo escribí yo”.

1 comentarios:

Quiltro dijo...

no se como llegué aquí, pero se agradecen los post que escribes. Son demasiado interesantes. de hecho la palabra interesante resulta poco interesante para lo interesante que son. Te felicito. me reí y admira tu forma de escribir.
Saludos

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