Patio.

La enredadera amaneció enojá, enfurecida. Un gato de la casa le había meado su mejor rama a tierra y se sentía hedionda y sucia. Los ciruelos también. Alguien había colgado una hamaca entre los dos y tenían que soportar el peso y el balanceo de dos o tres personas al día. El pasto se desesperaba mirando a la gente jugar pin-pon. Le rompían una y otra vez los pedazos de su horizontal existencia. Igualmente, a todos les molestaban las fogatas que el dueño de casa hacía de vez en cuando con sus amigos. La otra enredadera, extendida por el suelo, tenía que soportar día a día que los gatos la usaran como cagadero. El álamo, desde arriba, miraba a los demás. En su esquina del patio no pasaba casi nada malo: tenía vista a la cordillera. Y la marihuana, condenada de nacimiento a una muerte atroz, temblaba cada vez que alguien le cortaba sus hojas y se las fumaba frente a ella.

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