Cuarto sueño.

Estaba yo de pie en medio de un montón de colinas muy verdes, árboles a lo lejos, ninguno cercano. Yo de pie, y desde atrás de una colina apareció un avión cuyas alas eran exageradamente gruesas y que, pese a tener pinta de una adquisición reciente de American Airlines, tenía hélice. Además, tenía instalado encima de él un edificio diez pisos. En cada una de las ventanas del edificio había dos ó tres personas desnudas sentadas con las piernas colgando hacia fuera. Vi eso y me desperté.

Pedro Pedro.

Se supone que Pedro Pedro llegó a la casa de la Adelaura en pésimas condiciones etílicas pero en un satisfactorio escenario moral. Se sentía más que nada sensato. Y dice que le había estado dando vueltas a esa palabra para definirse. Por un lado le parecía sensato autodefinirse a sí mismo como sensato, pero por otro le parecía que ser sensato era poco sensato en las actuales condiciones de su vida. Sobretodo de su vida etílica. / En todo caso, al llegar a la casa de Adelaura estaba pensando seriamente en que el sexo fácil no funciona tan fácil, que no le gusta. Supongo que estaba pensando –algo me había comentado- en la diferencia, por ejemplo, entre la prostitución fácil y barata de avisos de periódicos e Internet versus la prostitución más tradicional, la de prostíbulo con bar. En la primera hay que ir a un lugar a tener sexo, en volá conversar un rato, pero irse rápido. Culiar, pagar, irse. En la de antaño es más como ir en la volá de conquistar a alguien sabiendo que se va a dejar conquistar a cambio de un poco de plata; pero igual hay que ir, sentarse, elegir, coquetear, emborracharse un poco, bailar, besarse un rato. Cuando conversábamos de eso me dijo que piensa que deben haber hombres a los que les cuesta concretar una relación sexual sin el previo coqueteo, cosa con la que estoy en total acuerdo. Pedro Pedro dice que a él le pasa. Entonces la situación en la que se encontró de pronto, en el living de Adelaura tomándose una cerveza, borracho, le pegó, lo webió. / (Después contaba que no sabía qué decirle, que mientras más tomaba menos se desinhibía, que incluso le daban ganas de re arremangarse los pantalones que tenía hasta la rodilla por el calor, sobretodo porque a ella no le molestaba -lo demostraba a través de sus caricias- para nada lo sucio que estaban sus pies, y a Pedro Pedro, a esas alturas de su vida, le molestaba esa suciedad, porque se había propuesto cambiar algunas cosas de su forma de presentarse frente al mundo, propuesta que lo había llevado, por ejemplo, a pasar un miércoles en la tarde sin polera en la casa de su amigo Josergio, que estaba repentinamente súper poco presente en su vida, y a Pedro Pedro, antaño, no le habría hecho ninguna gracia que su compadre lo viera semidesnudo, pero en esa situación no le molestó, por lo que se sintió distinto. Supone él que no sabe qué es lo que sintió, pero le pareció sentirse más viril, dice.) / Así fue que Adelaura lo miró de reojo, como diciéndole que ya, que la agarre y que la manosee. Y Pedro Pedro no sabía cómo decirle que necesitaba hacer alguna otra cosa además de beber para excitarse. Me dijo que le molestaba, por ejemplo, estar sentado con ella alrededor de una mesa, que no hallaba cómo coquetear alrededor de una mesa, que no sabría como tener sexo en una mesa, que estaban dejando de gustarle las mesas en general. Y cuando Adelaura fue a buscar más cervezas a la cocina procedió a sentarse en el sillón. Se supone que se sentó apoyando la espalda en un posabrazos del sillón, medio acostado, y que Adelaura, al volver, se sentó y apoyó su espalda en su pecho y tomó con firmeza su rodilla. Ahí, Pedro Pedro se dijo que no había forma de salir de esa situación: que iba a terminar de alguna u otra forma acostado en la cama matrimonial que Adelaura mantenía en su efímera soltería. Y esa cama era blanda y limpia, cómoda y suave, grande. Y se miró los pies y se dijo que si iba a seguir haciendo cualquier cosa ahí debía hacerla con los pies limpios. / Fue al baño y se sentó en la tina, vestido, pantalones arremangados, sin decirle nada a Adelaura. Tiró el chorro y empezó a limpiarse. Había decidido, eso sí, no usar jabón. Estaba en eso, medio a escondidas, cuando vio un pié tan sucio como el suyo bajo el chorro. Adelaura estaba con los pantalones arremangados también y se estaba metiendo a la tina. Se sentó por el otro lado, apretada contra la pared y le dijo que le lavara los pies a ella también. Así empezó a hacerlo y de pronto ella estaba haciéndoselo a él, sin jabón, sacándole las manchas negras que tenía alrededor de las uñas, las líneas de piñén que se acumulaban debajo de las tiras de la chala. Pedro Pedro pensó que en ese momento iban a terminar teniendo sexo bajo la ducha, mojándose la ropa y todo. / Me estaba contando eso y yo le decía que siguiera, que qué había pasado después. No me dijo mucho, pero me dijo, sí, que no, que no habían tenido sexo, pero que se sintió como Jesús frente a apóstol. Yo no entendí por qué, y él me dijo que no sabría cómo más sentirse.

Miércoles.

Hoy en la tarde viví una aventura. Corta e intensa. Pero empezó mal. O sea, con una mala noticia para mi futuro. Noticia solucionable en todo caso. Da lo mismo. La cosa es que no puedo revelar muchos datos acerca de la aventura misma, pues tiene que ver con personas a las que no puedo mencionar haciendo lo que estaban haciendo. No por miedo, pero sí por mantener su integridad físico-psicológica. El clímax, diré, sí, fue mucho más corto que todo lo demás, que fue más que nada largo y monótono, dentro de su simpatía. Es como el enfermo ‘estable dentro de su gravedad’. Tampoco puedo revelar la identidad del colectivero ni la de los micreros, pero sí diré que me compré una sopaipilla en la rotonda Grecia y dos sémolas en la esquina. Me lo comí todo y me estuve acordando de que arriba de la primera micro, después del colectivo, hubo un momento en que volví a recordar y a no poder visualizar esa definición de una forma que me está dando vueltas. Lleva días en mi cabeza, y recuerdo que lo tenía en mi mano y me decía a mí mismo, y en voz alta también, ‘esto tiene la misma forma de la parte de arriba de la cabeza de un cocodrilo partida por la mitad’. Esa era la forma y yo la tenía en la mano y pensé en la descripción, pero ahora no me puedo acordar el objeto. Una cosa por otra, pensé. Otro momento, en que íbamos caminando, estuve pensando en que era miércoles, y era temprano, y me emocioné un rato con la idea de que todavía quedaba un montón de miércoles, un montón de horas en las que podría hacer un montón de cosas diferentes, agradables y productivas (no, no son excluyentes). Y como era miércoles, y tenía un montón de tiempo para hacer esas cosas, y como la noche anterior había dormido poco y estaba innecesariamente hiperventilado, me decidí por hablar tanto como pudiera hasta que saliera de mí algo que recordar. Salió, y si no lo anotara, no sólo yo lo olvidaría, sino que casi nadie más lo conocería. Era, más que un algo, una propuesta. Era una idea de cómo contar cierto tipo de historias, esas en las que uno no sabe si son verdad o no. Entonces estaba diciendo algo así: “No sé si lo que voy a contar es cierto o si tengo que inventarlo a medida que lo cuento”. Y empecé a contarlo: “Si yo le dijera a él que…”. Pero me interrumpí. Y le dije a mi oyente que mejor iba a contar la historia como si hubiera pasado de verdad, entonces empecé así: “Cada vez que le he dicho que…”. Ahí parece que explotamos en unas carcajadas que se acrecentaban a medida que la micro doblaba por avenidas anchas pero vacías, que no me dejaban en mi casa.

Me bajé riendo y partí a comprarme la sopaipilla.

...desde la nada.

Últimamente me pasa algo que sólo me había pasado una vez en mi vida. Esa vez fue cuando descubrí, hace cuatro o cinco años, un montón de canciones de entre los ’70 y los principios de los ’90 que tenían como tema específico, implícita o explícitamente, la revolución social de carácter marxista. Es decir, agrupaciones del estilo de Inti Illimani. Ese estilo. Entonces empecé a escucharlos y siempre me parecía que eran canciones que yo ya conocía, algunas, incluso, podía tatarearlas. Pero antes de esos años nunca había escuchado una con detención, y cuando lo hice, la mezcla de ese vago y escaso recuerdo, con la idea y el pensamiento social de la época que buscaban transmitir, hizo maravillas en mi relación con ellas, me encantaron, me las aprendí, las toqué en guitarra, hablé de ellas, bajé discos. Las disfruté profundamente, como cuando, antaño, había disfrutado de Nirvana y Led Zeppelín.


Lo que me pasa últimamente, en todo caso, es un poco distinto. Ahora escucho canciones que me parecen completa y absolutamente contemporáneas, que me parece responden a una historia complicada y entretenida de la historia de la música popular anglosajona que tanto escuchamos, una historia tan entretenida como la historia del jazz, solo que ésta no ha sido sistematizada. Y esas canciones, tan contemporáneas, de alguna forma me dicen que las conozco hace tiempo, que siempre he escuchado ese tipo de acordes, que siempre he escuchado esas frases y esas entonaciones. Sé que no las he escuchado nunca, pero sé que nunca había tenido la oportunidad de abstenerme a escucharlas.

Montón.

Hay un montón de weás, un montón de weás que nunca voy a comentar con nadie.

Existencia

Si hay algo que puedo hacer bien es existir. Y tengo que conformarme. Y me disfruto. A ratos, me disfruto.

Tercer sueño.

Ya. Rápido. Mi cuerpo era pura piel, no había venas, músculos, huesos ni nada. Piel. Piel como plasticina. Me agarraba un dedo, desde la base, y lo desprendía de la mano suavemente; la piel de la mano se volvía flácida un momento y el dedo salía sin inconveniente alguno. Lo miraba un poco. Tenía sus huellas digitales y todo. Lo separaba en pedacitos, lo apretaba, lo estiraba, hacía pelotitas con él. Después lo reconstruía como podía para ponérmelo de nuevo. Se venía feo antes de ponerlo, pero una vez en la mano retomaba su forma habitual y seguía funcionando. Me sacaba varios dedos de una mano; todos, después. Me sacaba una mano entera. Con la otra me costaba mucho hacer formas, así que me sacaba un pié. Acostado en la cama trataba de hacer formas entretenidas con la piel-plasticina, pero no me funcionaba, quedaban cosas feas, figuras deformes y cosas raras. Así que me ponía el pie y seguía intentándolo con una un brazo, una pierna. No me acuerdo qué más pasaba hasta que le regalaba una pierna a alguien. Eso. Corta.

que.

...te decía que qué tipo de situación es ésta, que por qué te parece tan raro, que hay mucho humo en el baño, que estai enredá y que puta la weá, que estoy hablando weás, que me preguntís si así o asá, que me da lo mismo esa weona, que no me importan esas historias, que tenemos para los tres, que hay que activarla, que me siento nervioso, que me quiero fumar un cigarro en la cocina, que no te metai ese tipo de weás, que dejís de hablarme de esa weá, que la corte con esas llamadas, que no haga esto y que empieces a hacer eso, que termines, que sigas, que no has terminado, que no hemos empezado, que me quiero asomar por esa ventana de nuevo, que me da lo mismo ese weón, y esa weona, que me dan lo mismo y que quiero verlos y decirles, y que estemos en eso, un mes, dos meses, un tiempo, y que por qué hay tanto humo en el baño, y que qué pasó con el humo de la cocina, que no abras la ventana, que no cierres la cortina, que no pises esa alfombra, que te encanta esa weá, que hice un descubrimiento, que crees que lo veo como una apuesta culiá, que todavía hay que dedicarle más espacio, que todavía no ha empezado, que el humo está llegando al living, que dejes de fumar, que cerré esa puerta, que no me gusta que esté abierta, que dónde quedó lo de antaño, que cuándo empezaste con esto y que cómo se me ocurría, que no sabes dónde estoy, que no sé cómo ubicarte, que qué relación tiene esto con eso, que por qué insistes, que por qué insisto, que qué estás buscando, que por qué chucha el humo está en el living, que pasó algo con el posavasos, que dónde está la weá para limpiarse los pies, que nos vayamos, que pensemos mejor en esto, que estai aburría del humo, que solucione algún problema, que deje de plantear preguntas, que no sé qué pasa con ese humo, que vayamos a un lugar más cómodo, que nos pueden ver, que nos escuchen no más, que porqué hay tanto humo en todas partes, que de dónde sale, que estai tosiendo mucho y que no fumai ná, que ventilemos, que abramos la ventana y cerremos la cortina, que por qué tanto humo, que por qué tanta weá.

Segundo sueño.

Soñé que despertaba con una persona que conozco, escuchando una música que venía recién conociendo. Y apenas despertar sentí unos dolores en la nuca, fuertes así. Iba al baño a echarme agua o algo, y me ponía a mear. Me salía un chorro que iba cambiando de color, rápidamente; yo reconocía en los colores las comidas que había ingerido durante el día. Después metía mi cabeza en el water y olía profundamente mi meado, reconocía mis comidas en los olores. Metí una cuchara al agua y revolví el meado de colores con el agua hasta que quedó un color homogéneo. Lo miré y pensé que estaba muy oscuro. Así decidí que tenía que comer más pepinos y menos duraznos. En esas frutas pensé, en pepinos y duraznos. Y me quedé pensando largamente en eso.

Patio.

La enredadera amaneció enojá, enfurecida. Un gato de la casa le había meado su mejor rama a tierra y se sentía hedionda y sucia. Los ciruelos también. Alguien había colgado una hamaca entre los dos y tenían que soportar el peso y el balanceo de dos o tres personas al día. El pasto se desesperaba mirando a la gente jugar pin-pon. Le rompían una y otra vez los pedazos de su horizontal existencia. Igualmente, a todos les molestaban las fogatas que el dueño de casa hacía de vez en cuando con sus amigos. La otra enredadera, extendida por el suelo, tenía que soportar día a día que los gatos la usaran como cagadero. El álamo, desde arriba, miraba a los demás. En su esquina del patio no pasaba casi nada malo: tenía vista a la cordillera. Y la marihuana, condenada de nacimiento a una muerte atroz, temblaba cada vez que alguien le cortaba sus hojas y se las fumaba frente a ella.

Respeto.

Esto significa, entonces, y aunque yo no tenga nada que ver con la ideación de este asunto, que nuestro problema se basa en que yo a ti te quiero, te respeto, te disfruto, y te comparto. Y en que estamos conscientes de nuestra mutua capacidad de repetir esas palabras.

Clima.

Iba a relatar un suceso climatológico que sucedió ayer poco antes de que oscureciera acá, en la capital. Pero me asusta que la transformación del suceso y de la situación a palabras escritas afecten tanto mi percepción del asunto como la relevancia misma del mismo.

Olor.

Y ahora, antes de acostarme, busco un poco de tu olor en mi ropa. Y no encuentro casi nada.

Médico.

Hoy fui al médico. La bicicleta, rota desde hace unos días, está botada en la casa de una amiga, así que caminé hasta el Centro de Salud Familiar (CESFAM) más cercano, en la comuna de Ñuñoa. Llegué y me preguntaron que qué previsión tengo y le dije que ninguna y me dijeron que les pagara diez mil pesos y les dije que no. La solución que me dieron fue sacar un carné de indigencia que se demoraba una semana en estar listo, a lo que yo les respondí que en esa semana seguramente ya me iba a haber mejorado solo. El viejo me miró con cara de nada y yo le dije muchas gracias mientras empezaba a irme de ahí.

Así que caminé al Servicio Médico y Dental (SEMDA) de la universidad. La enfermera, que me había recomendado ir al CESFAM el día anterior, me miró las amígdalas de nuevo y me dijo lo mismo que ayer, que estaban blanquecinas y que podía convertirse en una enfermedad un poco más grave, así que era mejor tratárselo como fuera antes que esperar que se pasara solo. Me mandó al Semda central, allá, en la escuela de medicina, en el hospital J.J.Aguirre y tuve que conseguirme un Pase Escolar antes de partir. Costó un poco, pero el Mario me lo prestó con la promesa de que volviera a entregárselo antes que el sol se escondiera detrás de la Cordillera de la Costa.

Hice un pésimo camino hacia allá. Salí del campus a las 14:24 por Las Palmeras, doblé por Macul hacia Grecia y poco antes de llegar a la esquina apareció una micro casi vacía que me dejaba en Providencia. Me senté cerca del chofer y esperé. Estuve a punto de bajarme en Bilbao para hacer otro camino más raro, pero me dio lata. Llegué a Providencia y tuve que cruzar desde el paradero de la 104 hacia los que están al lado del Dominó nuevo que hay en la esquina con Suecia. Tomé una micro, cuyo número de recorrido no recuerdo, hacia el centro. Frente a mí, al fondo del ómnibus, había dos mujeres, de algo así como 17 y 22 años, hermana o primas o amigas de la infancia. La menor mantenía a la otra bien aburrida contándole problemas matemáticos de la PSU, o refiriéndose a anécdotas históricas de la colonia chilena. Se callaron cuando una mujer de unos 50 años se sentó al lado. Era gorda, y daba la impresión de que ocupaba dos asientos para acomodarse. Por eso, me dije, las jóvenes se callaron, porque la vieja usaba dos asientos.

Me quería bajar en Mac Iver, pero el ridículo sistema de transporte público obliga a ese recorrido a no detenerse entre Portugal y el paseo Estado. Caminé, entonces, de vuelta esas 3 cuadras y llegué a la esquina de Santa Rosa con la Alameda. Fijándome un poco en los recorridos que tenían parada ahí, noté que ninguno me servía. Vi una micro que pasaba (creo que era el recorrido 404), que decía bien grande “Huechuraba” y decidí que necesariamente se iría por Recoleta o por Independencia, ambas buenas opciones para mí. Tuve, eso sí, que caminar cuatro cuadras más para encontrar un paradero.

Me senté al fondo, en el asiento de la izquierda mirándolos de frente. Era una mala idea porque las veces que había ido a la escuela de medicina había llegado en metro a la estación Cerro Blanco y caminado por Santos Dumont hasta Independencia, y la salida del metro está por la vereda poniente de Recoleta –calle por donde se fue la micro- mientras que yo iba mirando hacia el oriente. La micro iba silenciosa.

Sentado en el asiento de en medio, al fondo, a sólo un asiento de distancia a mí, iba un caballero (no sé cómo más nombrarlo) de chaleco gris que sostenía un paquete medianamente grande envuelto en bolsas de supermercado y éstas en huincha de embalaje. Yo iba mirando por la ventana, viendo únicamente edificaciones que no conocía, cuando se subieron dos raperos. Hablaban a gritos. Primero pensé que estaban vendiendo algo, pero al mirarlos descubrí una conversación acerca de si bajarse donde los chinos, al lado del supermercado o en frente a la casa del Yoni. Estaban decidiendo eso mientras los miraba. La micro estaba detenida y ellos discutían y discutían. Cuando el bus iba a retomar el viaje noté que era la parada donde debía bajarme, y, poniéndome de pie tan rápido como pude, pasé frente a uno de los raperos, que amablemente tocó el timbre y puse su pie de tope a la puerta, que estaba cerrándose. Fuertemente gritó “¡Puerta!”, el chofer (que era muy amable; saludaba cariñosamente a cada pasajero) frenó en seco. Sentí la mano del rapero en mi espalda, empujándome levemente, ayudándome suavemente a bajar del vehículo, y di un pequeño salto. Ni siquiera me di vuelta a agradecérselo, y estoy casi seguro que habría estado de más.

Caminé, entonces, por Santos Dumont. Me gusta caminar por ahí porque siempre van pasando cosas. Además del comercio que hay al lado sur, y del Cerro Blanco que comienza al lado norte de la calle, caminan cotidianamente estudiantes de la escuela de medicina hacia –o desde- el metro. Un grupo de ellos iba comentando que México era cabeza de serie para el mundial, pero que Holanda no. Aunque quisiera, nunca usaré la expresión ‘cabeza de serie’ con tanta propiedad como ellos, que se miraban y asentían mientras uno hablaba.

Por el borde del cerro, la Municipalidad de Recoleta instaló una especie de parque, con juegos infantiles y todo. Habría caminado por ahí de haber sabido que tenía salida por el otro lado, pero no lo sabía, así que caminé por la vereda del frente, para poder apreciar los jardines con más perspectiva. Para armar algunas partes de la quinta, se había tenido que mover tierra y construir murallas. En ellas hay carteles que dicen “Peligro Rodados”, y, justo debajo de los carteles, bancas de plaza para que las viejas le den pan picado a las palomas. No había viejas en las bancas, ni niños en los juegos. Por suerte, eran las 3 de la tarde y el calor molestaba.

Caminando por Santos Dumont desde Recoleta hacia el poniente uno se encuentra sólo con dos calles importantes. La primera es Avenida la Paz, que empieza cerca de la Estación Mapocho, al lado del Río, y se acaba en el Cementerio General, sólo una cuadra más al norte de Dumont. La segunda calle es Independencia, que empieza casi junto con Avenida la Paz, y va separándose de ella poco a poco, pero sigue su camino, creo, hasta Américo Vespucio, sino más allá. Los territorios de la escuela de medicina de la universidad, más los del hospital, el SEMDA central, algunas canchas de fútbol y quién sabe qué más, son enormes. Van por la vereda norte de Santos Dumont, ocupando todo lo que está entre Independencia y Avenida la Paz, sin falta. Para atrás, eso sí, no sé hasta dónde llega. Sé que está la Morgue, y que el cementerio empieza un poco después. Pero el terreno es grandote y tuve la oportunidad de perderme un rato.

Una de las entradas al hospital está por Avenida la Paz. Al frente está el Centro de Internación Psiquiátrica Estudiantil de la universidad. Una cuadra más al sur está la escuela de odontología. Entré por urgencias porque me acordé que la enfermera había mencionado esa palabra. Caminé hasta ahí y me paré en una especie de cola que había tras un hombre tras un vidrio. Vi que había otro hombre tras un vidrio haciendo nada y le fui a decir que yo estaba ahí. Me mandó a sacar número. Había cuatro opciones en una pantalla que uno tocaba e inmediatamente te imprimía un papelito. No me acuerdo de las otras opciones, pero apreté una que decía ‘Adultos’ y me soltó un papel que decía ‘A 059’. Era raro ese sistema, que me costó un rato entender. El siguiente que apretó adultos recibió un papel que debe haber dicho ‘A 060’, pero a quienes apretaban los otros botones les salían otras letras y otra correlación numérica. Cuando tomé mi número, el contador iba en la A 056, y pensé que me iban a atender de inmediato. Pero el siguiente número fue el C 012. y el siguiente el L 005. Así que en vez de esperar tres números tuve que esperar como 15.

En ese rato decidí averiguar qué era eso del SEMDA central. Salí de la salita y le pregunté a un guardia, que me mandó a salir a Avenida la Paz y entrar por la puerta siguiente. Lo hice y me encontré con un edificio que decía “Vicerrectoría de asuntos académicos” (o algo así). No supe qué hacer, pero entré igual. Una vez dentro vi varios carteles colgados al techo que decían cosas relativas al SEMDA y me acerqué a hablar con una señorita que estaba en el mesón. Me paré frente a ella y la saludé. No me miró. La miré yo y vi que tenía un gran audífono en su oreja izquierda, del que se desprendía un microfonito. La miré otro poco y miré alrededor, topándome con la mirada de un hombre que se notaba con muchas ganas de atender a alguien. Me le acerqué y le pregunté si aquel edificio era el SEMDA central. Me dijo que sí y, cuando empezaba a explicarle mi problema en la garganta, me interrumpió diciéndome que sólo tenía horas médicas para el lunes. Era viernes, y yo quería empezar a medicarme lo antes posible, así que le pregunté si en urgencias, como estudiante de la universidad, todo sería gratuito. Me dijo que sí y él se despidió amablemente de mí.

Volví a la sala de urgencias y los números recién iban en el A 057. Me senté a esperar, sin nada que leer, sin entretención más que observar a mi alrededor. Eso hice. Había varios niños, corriendo por ahí y con sus respectivas mamás retándolos. Yo las miraba feo cada vez que una retaba a uno. Hubo una a la que miré feo un buen rato. Su hijo, que se llamaba Sebastián, lo estaba pasando bomba con su hermana Francisca, corriendo para allá y para acá, pasando entre la gente, gritándose cosas y todo. Tendrían unos 9 y 11 años. No sé por qué, pero la mamá quería que ambos niños estuvieran siempre sentados a su lado, sin moverse. No lo lograba, claro. Los niños salían por la ventana y entraban por la puerta, pasaban por debajo de los asientos, se gritaban cosas de un lado a otro de la sala. A mí, por lo menos, no me molestaban en lo absoluto, pero la señora, aquella, estaba desesperada. Creo que podía estar pensando varias cosas. Una sería que sus hijos no fueran a caerse y pegarse; otra que se avergonzaría si a alguien le molestaban los gritos; otra que podrían empujar y botar a un viejo por ahí… ninguna, a mi juicio, tenía mucho sentido. De pronto le gritó a Sebastián. El niño corrió a preguntarle que qué pasaba y ella se limitó a decirle “¡Siéntate!”. Se sentó y la miró como preguntándole qué necesitaba de él. Ella le dijo que se quedara sentado y él le dijo que no y se paró, pero ella lo tomó del brazo y lo sentó. Estuvieron en eso un rato hasta que le agarró un mechón del pelo y lo tironeó un poco. El niño la miró feo y creo que la insultó, porque inmediatamente después le tomó la oreja y lo levantó unos centímetros del asiento.

“Vieja de mierda” estaba pensando cuando salió mi número en la pantalla, que no sólo mostraba el número sino también emitía un pitido varias veces seguidas, para que todos los presentes lo observen. Me acerqué al hombre tras el vidrio y le comenté brevemente mi problema en la garganta, interrumpiéndome éste con la petición de mi carné de identidad. Le dije que era estudiante y le pasé ese carné también. Los tomó los dos y los fotocopió, sin mirarme. Después volvió y me hizo anotar mi nombre, mi rut y firmar. Lo hice y me dijo que tomara asiento, que me iban a llamar. “¿Cuánto se demora?”, pregunté, y él, mirándome a la cara por primera vez, me dijo, así como al pasar, “no… si están pasando rápido”. Conforme, me senté.

Eso fue exactamente a las cuatro de la tarde. Cincuenta minutos después estaba cansando de estar ahí. Lo más triste que vi fue a una anciana, sobre una camilla, siendo paseada, desnuda, tapada con una frazada al sol, por el patio. Preferí no mirar a dónde la llevaban. Sebastián y Francisca tenían unos billetes de plástico. A la mamá, al parecer, se le olvidó el enojo, y la niña ordenó los billetes en la ventana, por dentro. Mientras lo hacía, Sebastián se paró afuera y le dijo que tenía un vale por doce mil pesos. La niña, sin mirarlo, le dijo que el banco todavía no estaba abierto y me miró de reojo. Yo estaba a sólo un asiento de la cajera y le sonreí. El niño se dio unas vueltas e intentó robar unos billetes. Pero Francisca era mucho más viva y se los quitó de la mano casi sin que él se diera cuenta.

Yo me paré, ya choreado de la espera y le pregunté al hombre tras el vidrio cuánto más se iban a demorar. Me mandó a hablar con el portero, aquél hombre de azul que estaba justo al otro lado de la puerta donde se atendían los pacientes. Fui y le pregunté. Éste fue a buscar una bandeja con hojas y me dijo que era el siguiente, que apenas se desocupara un ‘box’ me iba a llamar. Me miró y me dijo mi nombre completo. Después me repitió rápidamente que apenas se desocupara un ‘box’ me iba a llamar.

Salí y me paré en diferentes lugares de la sala de espera. Francisca y Sebastián se habían aburrido del banco y estaban mirando a una guagua que estaba en un coche. La miraban un poco, se reían, y salían corriendo. Yo me senté cerca de la mamá, que respiraba fuertemente tratando de contener su rabia, se comía las uñas, se miraba en un espejito, miraba la hora en su teléfono. Desesperada.

Me dio un poco de calor, así que abrí la ventana que estaba detrás de mi asiento. Era la misma ventana en la que los niños habían jugado al banco, pero ahora estaba cerrada, pues estaba abierta justo detrás de la mamá. Entonces, al abrirla un poco de mi lado, se cerró un poco del otro. Apenas lo hice noté la mirada de Sebastián sobre mí, más preocupado que enojado. Me miraba y se acercaba a la ventana, por su lado. Yo me hice el desentendido y esperé a que la cerrara, a ver si se atrevía. Lo hizo, y yo rápidamente lo miré a los ojos, luego miré a la mamá, y lo miré a los ojos de nuevo. Él me miraba mientras yo lo miraba a él y a su mamá. Le susurró algo al oído a la señora y esta me miró con cara de nadie. No estaba contenta ni enojada conmigo, no le importaba nada que yo estuviera ahí o no. Me miró y le gritó al niño que se sentara. Vieja de mierda.

Finalmente me llamó el portero, a eso de las 17:10. Me acerqué y me condujo a un ‘box’, el número 2. Me dejó ahí y se fue, y yo me quedé ahí, mirando las cosas. Había una máquina que parecía poder imprimir boletas, la camilla, una mesa-bandeja de metal y una escalerita para subirse a la camilla. Dejé el chaleco que tenía en la mano encima de la camilla y me apoyé en ella. En eso entra un hombre grandote, sudoroso. Me pidió que me acostara. Yo le dije que sólo quería que me vieran la garganta, y él me dijo de nuevo que me acostara, así que me acosté. Me pasó un termómetro y me pidió que me lo pusiera en la axila. Apenas hecho, tomó mi brazo y me puso una banda que se inflaba para medirme la presión. La banda estaba conectada con un aparato que tenía ruedas, abajo, y luces y botones, arriba. El gordo iba caminando de box en box poniéndole eso a la gente y anotando cosas en unas hojas. Mientras lo hacía me preguntó qué cosa estudio y en qué año voy. Fue todo lo que hablamos. Después salió del box, cuya cortina estaba abierta, y anotó algo en una pizarra. Lo anotó al lado del número dos, así que pensé que se trataba de mí.

Me quedé acostado, incómodo, un rato, de nuevo sin saber qué hacer. Me habían llamado al celular mientras se me tomaba la presión, pero lo había puesto en silencio, y me había sacado el banano, para acostarme más cómodo. Al rato me senté. Después me paré y me asomé al pasillo. Había seis otros box cercanos. Cuatro al frente y uno a cada lado del mío. En los del frente uno tenía la cortina cerrada, y en el otro había un hombre acostado, con el brazo sobre la frente, y el otro extendido a su lado y conectada su vena con una bolsa con un líquido transparente. Los otros dos estaban detrás de una puerta, y sólo supe que entró una anciana en camilla. Al fondo, a la derecha, estaba la puerta hacia la sala de espera, con el portero sentado al lado. Un poco más acá, otra sala con cuatro box más. También había, en el pasillo hacia la sala de espera, una mesita angosta con un teléfono, la bandeja que el portero había tomado hace un rato, papeles varios y un diario mural sobre ella. A la izquierda de mi box estaban los dos box detrás de la puerta, otra puerta en la que me pareció ver una cocina, un escritorio azul bastante incómodo con un computador, y dos puertas, a saber, baños para hombres y mujeres.

Pasaron varios minutos. Al principio me mantuve en mi box, pensando en respetar las normas del lugar. De a poco empecé a dar pasitos afuera. Uno que otro, para empezar. Al rato, me paré en la separación de los box del frente, para ver qué había en los box a los lados del mío. En el de mi derecha había una jovencita acostada, acompañada de alguien que parecía ser su novio. Hablaban a susurros entre ellos, a ratos reían. Estaban tranquilos. Los había visto en la sala de espera. Ella era estudiante de la universidad y se había quebrado el brazo y la mano izquierdos, y era zurda, por lo que todo se le hacía muy difícil. La vi firmar unos papeles con su huella digital.

En el otro box había una anciana bajita. Extremadamente bajita, para mi gusto. No me detuve a observarla, pero me pareció que tenía el cuerpo desproporcionado. Era chica, pero tenía la cabeza más chica de lo que uno supondría al ver su cuerpo, mientras que los pies eran demasiado grandes.

Volví a mi box. Había un cajón debajo de la maquina, esa de las boletas, que estaba desenchufada. Lo abrí y encontré un cuaderno azul, de esos medianos, con líneas y no de cuadros, roñoso y aparentemente viejo. Tan viejo no era. En él estaban anotados todos los pacientes que habían estado en ese box desde las 00:00 del 1 de enero del 2009. Uno por uno, con sus nombres completos, la hora de salida de casa uno, y el médico que los había atendido. No entendí todo lo que había en él. Entre la hora y el nombre había unas letras que me parecían azarosas. En todo caso, para anotar todos los datos se usaba el cuaderno abierto. En la hoja derecha estaba la hora, las letras, el nombre y unos números. En la hoja izquierda había más números, el nombre del doctor y palabras que no pude descifrar. Lamentablemente, no estaban las enfermedades de cada uno de los pacientes. Lo revisé un rato y lo guardé. El último nombre anotado era Juan Rosales Muñoz.

Apreté unos botones en la máquina desenchufada y no pasó nada. Me estaba desesperando. Desde que llegué al hospital habían pasado casi dos horas, y todavía no había tenido la oportunidad de explicarle a nadie lo que me pasaba en la garganta. Salí de nuevo al pasillo y me acerqué a la pizarra donde el gordo había anotado mi nombre. Todo lo que decía era “2 Amigdalitis”. Todavía no entiendo cómo supieron que era amigdalitis. El olfato médico, quizá.

Después miré el diario mural, que estaba lleno de informaciones que no me interesaban en lo absoluto, como el modo de trasladar pacientes a otro hospital, las últimas resoluciones del gobierno respecto a algunas leyes, listas con nombres, invitaciones a congresos, etcétera. En la mesita estaba el teléfono, la bandeja y un montón de papeles. Lo miré un poco y no encontré nada interesante. En eso se acerca una enfermera y deja un papel en la bandeja, poniéndolo debajo de los demás. Me miró y rápidamente le pregunté cuánto rato más tendría que esperar. Me dijo que los médicos estaban reanimando a un paciente, y que eso era motivo de más para llenarme de paciencia. Le creí.

Pasaron más minutos. Me desesperaba. Me senté en la camilla, mirando para allá y para acá, me di otras vueltas, me senté en la escalerita, me paré. De pronto pensé en cuántos médicos habían en urgencias para que todos ellos estuvieran reanimando al paciente y decidí averiguar. Me acerqué al portero y le comenté que, en realidad, esperar adentro o afuera era como lo mismo, sólo que afuera estaba más fresco. No me respondió.

-Oiga –le dije-, ¿cuántos médicos hay acá, en urgencias?-. Me miró casi enojado. Me dijo que no sabía, que no tenía por qué saber, que por qué le preguntaba eso a él, si le podía preguntar a ese enfermero que estaba más allá, o al gordo que estaba sentado al fondo, que él no tenía por qué responder ese tipo de preguntas, que él sólo tiene que llamar a los pacientes y ayudarlos a desplazarse si es menester. –Bueno, bueno, no se ponga a la defensiva, pues.

Volví a mi box. Encontré que la mejor forma de sentarme era en la escalera, apoyando un brazo sobre la camilla, y mi cabeza sobre el brazo. Estaba enrabiado, ya. Faltaba que me dijeran cualquier cosa para mandarlos a todos a la mierda. Me di otra vuelta, viendo unas fotos que colgaban de las paredes, alabando la imponderable tarea del hospital clínico más grande de Chile. Extendí un poco el recorrido y pasé frente a la sala de reanimación, cuya puerta, para mi sorpresa, estaba abierta. Miré y no vi nada. Vi una pared, y no me atreví a asomarme. No se escuchaba nada dentro, por lo que concluí que mi consulta estaba pronta a comenzar y volví rápidamente a mi box, tomando la posición ya mencionada.

Estaba conteniendo mi rabia, ya cerca del llanto, cuando escuché que se cerraba la cortina. Había un médico joven, de unos 28 años, haciéndolo. Me levanté y le extendí la mano, para saludarlo. Me preguntó mi nombre, me dio el suyo y me preguntó que qué me pasaba.

-Me duele mucho la garganta, creo que es amigdalitis. Pero me duele mucho, mucho a ratos, al punto de que no puedo ni tomar agua tranquilo.- En ese momento sonó el celular del médico. –Hoy en la mañana me comí medio pan y fue muy, muy doloroso, tengo hinchado acá –me toqué el mentón mientras el doctor sacaba su teléfono –y ni siquiera puedo…-tómo el teléfono, me hizo un gesto rápido y salió del box, a contestar.

Me llené de rabia inmediatamente. Lo odié. Me agarré la cabeza, desesperado, a punto de salir y decirle que se metiera su cagá de consulta por la raja. Me estaba apretando la frente cuando volvió a entrar y me hizo un gesto como de ‘¿en qué íbamos?’. Me puse de pie (había estado apoyado en la camilla) como para demostrar mi superioridad, para mirarlo para abajo, para que le doliera; me paré incómodamente cerca y le dije:

-Oe. ¿Sabís qué? Si trabajarai en una clínica privada no te atreveríai a contestar el teléfono en medio de una consulta. No lo haríai ni cagando.

Lo miraba a los ojos, fijamente. El esquivó la mirada y me dijo “Sí… tienes razón…”. “Sí po,” le dije yo, “pero éste es un hospital no más”. Asintió un poco. Me miró para arriba y me pidió, tímidamente, casi asustado, si podía abrir la boca, mientras movía un poco su linterna y su paleta de madera, mostrándomelas. “Claro”, le dije, y sin dejar de mirarlo para abajo abrí la boca tan grande como pude y bajé la lengua para que pudiera mirar bien. Estaba yo con mi boca abierta tan cerca y arriba de él que tuvo que poner la linterna muy cerca de su cara.

De ahí en adelante la consulta fue agradable. Los dos habíamos sido pesados, los dos estábamos choreados, y seguimos con el asunto. Me miró la garganta otro poco y me pidió que me recostara. Me tocó el cuello y el mentón, preguntándome dónde dolía y dónde no. De pronto me empezó a desabrochar la camisa. Levanté la cabeza y le miré las manos, primero, y la cara después. Hice un gesto de incomprensión con las manos y me pidió que lo hiciera yo. Así que ahí estaba yo, de espaldas, con la camisa abierta, y con un desconocido manoseándome el pecho, la guata, un poco de la espalda. Me di cuenta, una vez más, que las manos de los médicos son agradables. Me tocaba precisa y suavemente, preocupado. Después me sacó la camisa y me puso de guata, tocándome la espalda. Le pregunté por qué lo hacía y me dijo que, en general, las amigdalitis no tratadas pueden avanzar hacia los pulmones o hacia otros órganos, sólo estaba descartando avances. Me tocaba, me apretaba un poco y me hacía respirar hondo. Después me fue poniendo el estetoscopio por toda la espalda. Me tocó los riñones. Me puso de espaldas de nuevo y me escuchó el pecho por todas partes. Después me hacía respirar hondo y me apretaba la guata, poco a poco, por todas partes.

Yo, por lo menos, no sentí ninguna insinuación sexual de parte del doctor, como me comentaron un par de personas después. Pero la preocupación que demostraban sus manos fue suficiente para que el asunto del teléfono no me molestara. Igual se preocupó de mí. Me atendió y me recetó analgésicos. En realidad me ofreció una inyección rápida y dolora ahí mismo, o tomar pastillas por 3 días; elegí las pastillas. Fue a buscar una receta y se demoró un poco, no más de la cuenta, pero de todas maneras se disculpó al volver. “Disculpa la demora”, me dijo. Me contó que los analgésicos sirven, sobretodo, para desinflamar; que mi amigdalitis es viral, no bacterial, y que por eso no me recetaba antibióticos.

Me pasó la receta, nos dimos amablemente la mano y, justo antes de salir yo del box, me tocó el hombro, fuertemente, y me dijo:

-Disculpa… disculpa por lo del teléfono.
-Filo, weón –le respondí.

(Al irme del recinto universitario-hospitalario me perdí un rato, no sabía bien por dónde ir. Quería salir por la salida de Independencia, porque por Recoleta ya había pasado, y estuve como 25 minutos dándome vueltas. En eso voy pasando por afuera de una ventana que daba a una escalera. En la ventana había un niño y una niña que no eran ni Sebastián ni Francisca. “¡Caballero!” me gritaron. Los miré y me pidieron que recogiera su pelota, mientras apuntaban hacia un poco de pasto que había bajo la ventana, que era alta: había unos dos metros de pared debajo de ella. Me acerqué y no vi nada. “¿Qué pelota?”, les pregunté. Ellos decían “esa, esa” y apuntaban al suelo. Seguí sus deditos y vi una pelotita, de unos 3 centímetros de radio, de un rosado furioso. La recogí y se las iba a pasar. “Son dos, nos tiene que pasar las dos”, me dijeron y apuntaron de nuevo. Seguí de nuevo los deditos y encontré otra. Esta era verde, furiosamente verde. Se las pasé, me agradecieron, sonreí y me fui. Seguí caminando y, al rato, me di vuelta, a ver en qué estaban los niños. Estaban así, sentados todavía en la ventana, conversando o algo, pero no jugando con las pelotas).

Oye !


Ventana naranja.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Soñé
que me caía al agua
y que me caía súper fuerte
y llegaba hasta las moléculas del agua
y, un rarito, tenía que nadar esquivando electrones y quartz,
y miraba de lejos a los neutrones de en medio,
y volvía a alejarme, o sea, flotaba,
iba viendo todo más chico,
hasta que volía
a ver agua.

Ecuador

Escuché que una de las actividades que realizan los turistas cuando viajan a Ecuador y se paran justo en la frontera es vaciar recipientes de agua en embudos para ver hacia qué lado giraba el líquido. Según me contaron, al pararse a un lado gira hacia la derecha, y, al pararse al otro, a la izquierda.

También escuché una conversación que sostuve con algún grupo humano que no puedo diferenciar de los demás. Era una especie de ridiculización del paradigma científico newtoniano en la que proponíamos formas de caer del agua en el mismísimo punto del ecuador, aquel ecuador geométrico que los físicos deberían haber calculado pero jamás visualizado.

Decíamos que había varias posibilidades. La más obvia, que el agua cayera justo para abajo. La menos, decía que el agua saltaba hacia arriba. La psicodélica proponía que, además de saltar, salían colores y formas que adornaban los cielos.

Pensamos en viajar a ver qué pasaría con el agua, echarla a correr nosotros mismos, observar empíricamente la situación discutida. También se propuso la idea de que era mejor vivir pensando en nuestras propias vivencias y permitir que la imaginación hiciera estragos en nuestra percepción de la realidad, a saber, una buena idea.

Así seguimos discutiendo, riéndonos con cada vez más ganas de la existencia histórica de personajes como Bohn, Einstein o, en un punto álgido del problema, Neruda, que nos lucía como un modelo a seguir que ejercía tanta fuerza en nuestro imaginario, tan poco objetivamente, tan estimulador de una profunda resistencia. De esas resistencias implícitas, innatas.

Recurrimos al facilismo. Dijimos que era mejor vivir resistiendo los problemas que enfrentándolos inútilmente. Las opciones eran vivir con honor o morir con gloria, pero sólo éramos capaces de resistir en silencio o de morir en el olvido, algo así como la más baja representación del hommo sapiens.

Si bien la física tiene aciertos, coincidimos en que, en general, estimula lo más bajo de nosotros mismos. La gloria estaría en el camino de la física sólo porque lo que necesita para existir es un criterio, un consenso de no-verdades y no-mentiras que genere causalidad en la forma de organización social.

Por lo que concordamos que, a pesar los aparente males que se han producido a través de la existencia del conocimiento empírico, la única forma de averiguar de qué manera se mueve el agua al arrojarla en el punto magnético exacto del ecuador, es utilizando sabiamente la imaginación. Esto porque aquél punto tiene tan poca existencia como la cantidad de masa que un sólo punto refleja en un plano cartesiano tridimensional. Lamentablemente, nadie lo va a encontrar.


Gata.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
“Este ají picante es rojo –pensó el príncipe-. Rojo, como la sangre. ¿Cómo será mi sangre? -se cuestionaba-. Debería ser azul, pero es roja. ¿Será picante como ésta? No, esa sería sangre plebeya. La mía –razonó coqueto- debe ser dulcecita”.

Cuatrocientas palabras.


pato.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Extranjería.

Nosotros, cuando caminamos por la calle, no vamos pensando en que somos santiaguinos.


Marketing.

Lo primero fue pagarle a la gente para poner publicidad en los techos de sus edificios. Después les pagaron por las ventanas. Después, por los autos. Más tarde empezaron a pagar por palabras: uno tenía que usar el camino a la oficina para comentarle a los otros pasajeros las maravillas del detergente, la necesidad del computador, la grandeza del pisco, la nobleza del retail. Buena plata. Ahora no podemos conversar de nada más.


Sin primos.

Toda mi vida he escuchado a la gente hablar de sus primos. Que fueron con el primo a la playa, que estaban en la casa de su prima o que tenían que hablar algo con su tía. Yo nunca he tenido primos a los que contarles una noticia, ni casas de tías donde almorzar el domingo, ni abuelos con historias fantásticas del pasado. Yo crecí en una familia de fines del siglo veinte, con una que otra comodidad, cable en los novena e Internet en el dos mil. Pero primos nunca he tenido.


La muerte del pintor.

A mediados de noviembre se murió el pintor. La pintura de la brocha había estado en el living desde mi llegada; también el cuadro del hombre acostado, mirado desde arriba, con las manos en la nuca. Pero en noviembre se murió el pintor; y la señora Ana, sola en su pieza, se sentó de espaldas a la tele y lloró.

Todo lo que es la morta.


"Marioneta"
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
El título se refiere a la mortadela. Y yo, sinceramente, ya no tengo ideas nuevas. Sólo pienso cosas como que no se me ocurre nada ocurrente, que la existencia de los átomos es absurda, que hay que disfrutar de cada momento que se vive, y que la pólvora se debería sacar de minas. Aunque pólvora, mítico-etimológicamente significa polvo, en español, y sol, en egipcio. Y eso que el sol no está tan lejos.

Dos cosas:


Jamás.
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Por un lado, afirmaré que estaba mirando la luna. O sea, me paré a mirarla porque se veía bien bonita: estaba recién salida de detrás de la cordillera y estaba metiéndose a una nube, entonces se veía una forma extraña que apenas se parecía a una esfera, pero te dejaba intuirla. La miré, así, de lado y lado, y pensé que si uno se atañe rígidamente a las leyes de la física, no se podría decir eso que se dice del sol, que no es el sol el que se mueve sino la Tierra. Lo que sí se podría decir, es que es la luna la que se está moviendo, porque, respecto a mí, según yo, se está moviendo; lo que pase a mil millones de kilómetros me tiene sin cuidado, sólo que me genera una curiosidad culiá.

Lo otro es que me duele un poco el brazo, entonces empecé a moverlo de un lado a otro para descubrir la posición en que más me dolía y tratar de imaginarme cómo era la fractura, quebradura o hinchazón que me aquejaba. Lo estaba haciendo y pensé que ese dolor que sentía no lo estaba viendo, olfateando, escuchando, degustando o tocando, así que seguramente la sensación llegaba a mí desde otro sentido. O sea que no tenemos cinco sentidos, sino seis o siete o quién sabe cuántos. Y, en volá, es cosa de empezar a sentir con los otros sentidos y no con éstos cinco que podrían significar nada más que un imposición social, así como el lenguaje o las monedas.

(estracto de) Entrevista al Papa.

Hola Papa.

-Hola.

Nombre completo.

-Gabriel Ignacio Miranda Letelier.

Nombre de tus padres.

-Hugo Roberto Miranda Díaz y Eugenia Ximena Cecilia Elena Letelier Jareño.

Lugar de nacimiento.

-Santiago.

Año

-Ochenta y seis.

Fecha

-Veintitrés de septiembre.

Hospital

-Ehhh… de la católica.

¿Hace cuánto eres músico?

-Como dos años y medio.

¿Qué tipo de música tocas?

-Folk Rock Esquizofrénico.

¿A qué te refieres con eso?

-A que es Folk, Rock y es esquizofrénico.

¿Alguna vez pensaste en tocar regge?

-Sí, pero no domino la técnica manual para tocar regge.

Igual tienes canciones ragamuffi.

-Sí, pero es súper básico.

¿Alguna vez jugaste a la pelota, Papa?

-Sí.

¿Por qué?

-Por que era un niño y quería interactuar con mis compañeros y era lo que hacíamos en educación física.

¿Y jugabai de arquero?

-Al final sí.

¿Y al principio?

-Al principio era defensa… Igual era malo, por que era lento… y al arco, después, era bueno porque tapaba todo el arco no más.

Una vez, cuando estaba en el colegio, jugué a la pelota con mis compañeros, y me caí y me embarré entero, y un compañero me agarraba pal webeo diciéndome que yo era un crack… ¿Alguna vez te dijeron crack, Papa?

-No.

¿Cómo aprendiste a andar en bicicleta?

-Aprendí muy tarde, como en primero medio y… no me acuerdo como aprendí… subiéndome a la bicicleta y tratando de andar.

¿Qué opinai de los skater?

-Puta… … … No sé weón… ehhh… Los skater igual, no sé, son como pendejos. ¿Hay cachao que los viejos que hacen skate se dedican, con como deportistas de verdad? Y los pendejos son como pendejos culpaos como con un hobby, así. A los skater profesionales los respeto caleta, pero la onda skater es como para llenar el vacío de la identidad de los pendejos.

¿Qué otro hobby tenís tú, Papa?

-Ehhh… fumar marihuana, carretear, ver tele, ver dibujos animados, veo muchos dibujos animados. ¿Qué más hago?

Aparte de marihuana, ¿consumes otro tipo de drogas?

-Clonazepam.

¿Qué es?

-Es un ansiolítico legal, un medicamento psicotrópico, y lo que hace es como que te droga un poquito.

¿Un poquito?

-O sea, te dura como cuatro horas.

¿Qué te parece Stalin?

-No sé. Sólo sé que era comunista y que era un líder.

¿Qué otras personas crees que han sido líderes en la historia, Papa?

-Jesús, Hitler, Lautaro, Martin Luther King, Buda.

¿Del Villar?

-Yo, ahhh. (risas) No, mentira, no creo que sea líder.

¿Nunca te has sentido como líder?

-No, porque estoy solo, nunca he sido líder de nada.

Igual tenís seguidores, así.

-Sí, pero no sé.

¿Qué sentís cuando estai aquí y tocai una canción y escuchai que la gente aplaude?

-Me sube la autoestima. Es como “ah, bacán”, me sube el ego.

¿Y encontrai que eso es bueno?

-Sí, porque tengo baja autoestima y necesito suplantarla con mi ego.

¿Cuántos años tenís?

-Veintidós.

¿Quieres morir luego?

-Sí, como a los treinta.

¿Drogado?

-Como sea, pero que sea rápido e indoloro.

¿Qué va a decir tu lápida?

-“Papa, el grandioso”.

Al árbol.

La idea era decir algo así como que si te digo que te amo a ti, es porque quiero decírtelo a ti así como a cualquier otra persona, cosa, animal o planta. Pero tenía que decírselo a alguien, ¿no? Así que te lo digo a ti.

Breve defensa de Feyerabend.

Yo creo que la conciencia de uno mismo apareció en el planeta a medida que iba apareciendo el lenguaje. Además, apareció en la medida que el lenguaje fue categorizando las cosas que percibían los sentidos de las gentes. Así, las concepciones de la realidad son montones de conexiones neuronales -o de algún otro tipo (como materia oscura o algo así) que pueda ser lingüísticamente situable dentro de la concepción del “yo”- que de una u otra forma producen un sonido que es escuchado por ‘alguien’. Ese alguien puede tanto ser ‘otro’ como ‘uno mismo’. En ese sentido, las afirmaciones que uno u otro exprese, así como las negaciones o las interrogantes, son incuestionables, pues cuestionarlas sería cuestionar la idea misma de la conciencia ajena.

Título provisorio.


Soyla
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Empezamos en un lugar obvio e innecesario, haciendo cosas que a todos nos emocionaban pero que tenía a muy pocos bajo una sensación de verdadero placer vital. Había que celebrar, así que nos movimos hasta las mesas y lo hicimos. Estábamos cómodos, pero con la sensación de estar haciendo algo con gente que no conoces bien. Pese a todo, nos conocíamos un poco y disfrutábamos de la situación.

Después de inhalar gases junto a un par de desconocidos, un conocido me indicó una buena solución para el problema. Quedábamos pocos, así que encontrar una solución para mantener el estado de las cosas no era necesario, sino agradable, amigable y amable. Me dijeron (o dije) algo acerca de una plaza en las cercanías lejanas y la propuesta de la caminata nos hizo sentido a unos siete de nosotros.

Así que caminamos. Como tenía que ser, algunos alegaban que era muy lejos y otros apelaban a la sublime diversión que nos esperaba. Llegamos y no había nada más que pasto, tierra, bancas y tres columpios. Empezamos a quemar el momento mientras un gran hombre me comentaba lo posmoderna de la situación. Una gran mujer columpiaba su existencia tonalmente enojada con el sistema social. Otro tomó una bicicleta y nos mostró cómo se caía de ella, cómo se ensuciaba con barro, cómo no podía derribar árboles.

Sin dejar de disfrutar el lugar decidimos movernos. Yo, que, como ninguno, no sabía hacia dónde dirigirme, en algún momento de la caminata me escuché diciendo:

-Entonces sentémonos aquí mismo po, weón.

Sin esperarlo, dos de mis compañeros tomaron asiento. Miré a mi alrededor y vi dos avenidas vacías y medianamente oscuras. No era tan mala idea, así que tomé asiento y quemé unos momentos junto a esa gente. No había nada más que espacios vacíos detrás de nuestro círculo, que se animaba cada vez más cuando el primer auto tocó su bocina. Después, más de uno pasó amenazando nuestras vidas, pero nosotros razonábamos que cómo nos iban a matar, qué sentido podría tener eso. Nadie lo hizo, y cuando empezábamos a invitar a los conductores a bajarse, justo antes del segundo bocinazo, un rastaffari apareció desde el sur. A nuestro costado, sin bajar de la bicicleta, nos miró hacia abajo y nos dijo:

-Dejé mi abrigo en el noreste.

Nos reímos a carcajadas y éste partió hacia rumbos desconocidos, hacia el mil ochocientos, alrededor de los terrenos de Carmen Cobarrubias. Lo esperamos con la certeza de que su presencia ahuyentaría la presencia estatal. Apareció entonces el canto, que lo cantábamos a carcajadas. Y dijimos carcajadas porque fueran las carcajadas las que cantaron ese canto. Y cuando una carcajada se acababa se transformaba en canto, y el canto acabado era la carcajada. Le dimos vueltas a ese asunto hasta que alguien comentó algo con lo que todos estuvieron de acuerdo:

-Es éste el momento más feliz de mi vida.

En la caminata pronta, con más destinos conocidos que nunca, con dos o tres certezas menos en las cabezas, nos preguntamos si el acuerdo acerca de la última frase pronunciada tenía que ver con un acuerdo con la certeza de la felicidad propia de cada uno, o con un acuerdo respecto a la felicidad del parlante que la transmitió.

Ya en su casa, uno de nosotros pensó que aquellos que escriben consignas callejeras durante sucesos sociales conmocionados, como el mayo francés o el mayo de los pingüinos, podrían haber estado tan preocupados y pendientes del suceso, que los rayados que algún periodista escribió o fotografió podrían ser obra de un autor u otro, de cualquier persona, y que éstas podrían decir “de más que eso lo escribí yo”.

A propósito de la familia y el nomadismo.


desde el patio
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
La familia, como concepto cristiano-occidental, es una tontera incomprensible. No sé cómo a alguien alguna vez se le ocurrió que era esa la mejor forma de mantener a una sociedad estable. Podría aquí, para criticar “científicamente” a la familia, apelar a las cifras estadísticas de femicidios, divorcios, separaciones, etcétera; pero me esforzaré en plantear más una solución que una crítica, sin defenestrar ni alabar ni a la una ni a la otra.

Resulta que si nos declaramos liberales en el ámbito sexual y libertarios en el ámbito político-social, es decir, si declaramos que la búsqueda de la libertad es el concepto fundamental desde el cual se rigen nuestras acciones individuales y sociales, no podemos caer en la verticalidad estructuralista que nos impone el concepto de familia, tan fuertemente arraigado en la sociedad judeo-cristiana. Papá, mamá e hijos son lo que por éstos días rigen aquello que los libros de historia llaman el ‘núcleo social’. En el entendido de que el núcleo social ha de ser una estructura a través de la cual las personas se adaptan a la sociedad, tal como la adaptan otras estructuras –escolares, culturales, nacionales-, esta idea sería perfecta: un grupo de personas que te ‘enseña’ a vivir tranquilo en tu contexto. Pero, cada día más, nos damos cuenta que los conceptos tradicionales de las más variadas problemáticas sociales mutan para adaptarse a su contexto. En el contexto social en el que nos encontramos, el concepto de familia se muestra tan fallido como la teoría geocéntrica se mostraba después de los descubrimientos de Galileo. Como bien podría decir Kuhn, no es el humano el que cambia, sino su forma de observar. Cambiemos, pues, la forma de observar los métodos para lograr una sociedad estable, suponiendo, con más miedos que certezas, que es eso a lo que aspiramos.

Imagino que el núcleo de una sociedad estable no puede ser calificado como ‘estructura’. Basta con observar cualquier etapa histórica para notar que toda estructura propuesta (aunque casi siempre impuesta) se muestra fallida después de unos cuantos decenios, o siglos, en los casos más extraños. Cualquier revolución política, social o científica demuestra que alguna estructura se agotó, que el contexto obligó a buscar una nueva forma de ver el mundo. Lo que intentamos no es crear una nueva estructura. Intentamos demostrar que ésta en la que estamos se está acabando, y hemos de saber cómo reaccionar en el futuro.

El movimiento homosexual ha intentado una y otra vez, lográndolo en algunos países, conseguir que la ley admita dentro de sus parámetros el matrimonio entre dos personas del mismo sexo. Nosotros proponemos no sólo olvidarnos del género, sino también del número. Si la concepción de núcleo social no tiene por qué ser hombre-mujer, tampoco tiene por qué ser ‘un’ hombre con ‘una’ mujer.

Si nos remitimos al contexto sociocultural de la ‘familia’, nos damos cuenta que esta apuesta no está tan alejada de lo que se ha venido dando sobretodo en los sectores populares de escasos recursos. En ese contexto, los niños no crecen en su casa viendo a sólo a su papá y mamá todos los días; crecen viendo a tíos, abuelas o vecinos que en diversas ocasiones se ocupan de cuidar a los niños. La situación donde la ‘familia’ se mantiene unida según el esquema papá-mamá-hijos se realiza principalmente en contextos sociales adinerados, donde los hijos son criados más por el colegio que por los padres, y donde la nana desempeña el papel de cambiar de ropa a la guagua y hacerle la comida a los niños. Queremos con esto decir que el concepto familia no sólo es retrógrado, sino también clasista. ¿Dije que era sexista? Agréguese.

Si bien proponemos que el matrimonio no se rija ni por género ni por número, no criticamos al hombre que se quiera casar con la mujer. Así como Feyerabend considera al conocimiento como un mar de teorías incongruentes, incompatibles e inconmensurables, nosotros proponemos al matrimonio cristiano-occidental como una forma más de generar núcleos sociales. Pero cualquier otro, cualquier otro es tan bueno y necesario como éste.

Desde una visión utilitarista del tema, proponemos la eliminación del número en la concepción de núcleos familiares de forma que los sujetos sean capaces de satisfacer todas sus necesidades humanas: las biológicas, las sexuales, las sentimentales, las racionales. No hay motivo alguno para pensar que un humano va a encontrar todo lo que necesita en otro humano. Cuántas veces hemos escuchado críticas de parte de un esposo, de una polola, que hacen directa referencia a algo así como que la persona con la que están no tiene todo lo que él o ella necesita que tenga para hacerlo feliz.

Por otro lado, vemos que las condiciones sociales, políticas y ambientales del planeta que habitamos están en un claro proceso de crisis. Pese a los falsos testimonios de la prensa burguesa respecto a luchas populares y toma de armas de parte de un u otro sector social (me refiero a las reiteradas insurrecciones populares que se reprimen a sangre y fuego por todo el mundo, a los golpes de Estado que supuestamente ya no son típicos, a las sanguinarias invasiones imperialistas a tan diversos territorios y de tan diversas maneras), podemos notar que por todos lados la estructura se quiebra, vacila, se parcha, pero en ningún caso se mejora. De la misma forma lo hace el medio ambiente planetario en que vivimos: se resquebraja, muta a velocidades ridículas, se derrite, se congela, se quema, se ahoga.

Si hemos de crear un nuevo concepto, o un nuevo paradigma, que sea uno en el que se acepten todas las teorías, todas las formas, todas las ideas. “Todo Sirve”. Casémonos de a cinco, no tengamos hijos, recorramos el mundo sin destino, preparémonos para el futuro. Quememos la patria. Démonos cuenta de la superioridad del sentimiento solidario de los pueblos frente al egoísmo de las naciones. Emborrachémonos, culiémonos, gritemos. Derrotémoslo todo. Hagámoslo todo. Propongámoslo todo. Todo sirve. Amémonos todos, durmamos juntos, caminemos en grupos, tengamos hijos. Descubrámoslo todo, creamos en todo, al mismo tiempo, sin darnos cuenta. Aceptemos toda la información. Seamos católicos, budistas y animistas hoy. Empiristas y racionalistas mañana. Evolucionistas y politeístas después. “La revolución será nómade, compañeros”. Preparémonos. Para todo.

Cuatro fragmentos.


ésta (Copy)
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
I

Era una señora, no una dama, que trabajada en una casa cuidando a un anciano enfermo. Este hombre no era prácticamente nadie, no se mostraba mucho, le gustaba estar solo y salir a caminar un rato cada tarde. La mujer, entonces, siendo remunerada por ello, lo acompañaba todas las tardes, afirmando fuertemente uno de sus brazos. Eran caminatas silenciosas. Ella simplemente le tomaba el brazo y procuraba no dejar caer al viejo. El viejo, por su lado, se dejaba afirmar y se perdía en sus pensamientos, mientras los de la señora se reducían a afirmar aquel brazo que, con el tiempo, se iba volviendo más flaco y más débil. Al volver a la casa, la mujer preparaba las comidas y las servía en la mesa. El viejo a veces llegaba, otras se quedaba en su pieza viendo su televisor y sintiendo cómo la sangre se esparcía por su cerebro.

Todas las tardes la señora salía al patio y cambiaba el color de la tierra con una manguera, recogía las hojas que se le caían a los árboles, si las había, y volvía a su rutina vital. Se levantaba, cocinaba, comía, se bañaba, caminaba, y dormía. Durante años su vida se redujo a eso, y ella era enormemente feliz, enormemente seria y enormemente callada.

Ella era una señora pobre y con bastantes años encima, por lo que los hijos serían unos cuarentones que se dedicaban a alguna labor medianamente anacrónica para sus tiempos. Un camionero, por ejemplo, que tenía que recorrer cortas distancias varias veces cada mes. Algo así como 150 kilómetros transportando algo que no le importaba. Su camión, medianamente viejo, tendría la radio mala y él no habría pensado nunca en eso, así que manejaba en silencio y se conformaba con mirar el aburrido paisaje y con tocarle la bocina o uno que otro camionero con el que se topaba cada una o dos semanas.

Otro hijo podría ser un hombre con problemas más fundamentales, racionales y sentimentales. Algo así como un proletario casado con una mujer de clase media, medianamente alta y medianamente criada en un ambiente literario y de música docta. Ella le habría presentado hace tiempo uno que otro disco de Brams o el Réquiem de Mozart. Pasado el tiempo, habría aprendido a disfrutarlo. Vivirían en un departamento céntrico pero silencioso, y él, habiendo crecido en un barrio, conociendo a los vecinos y teniendo problemas, amistades, amores y desamores con ellos, llenaría esos silencios que se le hacían molestos con cumbias, en un principio, y con conciertos para piano, divertimentos y sinfonías, al final.

II

Una gata grande, no muy gorda, pero sí peluda, de pelos largos, y de largos bigotes. Tan inteligente como un felino casero puede serlo, pero claramente incapaz de encausar el caminar de un rebaño hacia su corral, como un perro en jauría. Inteligente, entonces, pero no tanto como para darse cuenta de las días que pasan mientras su amo no la ve. Pasaría meses sin saber nada de él, acostada en sillones y camas vacías y frías, soportado su solitario invierno sin notarlo, incapaz de comparar un otoño de una primavera.

Una o dos veces al día alguien la alimentaría con comida para gatos. Ella, con sus diez u once años encima, aburrida ya de comer tales galletas, comienza a buscar comidas más agradables al paladar en los basureros del barrio. Habiendo sido siempre una gata ordenada, no rompía las bolsas ni dejaba restos de sus comidas en las calles, pero de todas maneras los vecinos la espantaban cuando la veían cerca de sus sacos. Dándose cuenta que eso era porque los perros del sector eran incapaces de robar sin armar escándalo, la gata comienza a odiarlos secretamente, incluso para ella. No hace actos de odio directos, sino que se nota en pequeños detalles, como levantarse del suelo hacia un árbol si veía un perro cerca, o doblando en el sentido contrario al que iba por la presencia de uno de ellos. Los canes, en tanto, se mostraban respetuosos con ella. Sólo uno que otro anacrónico la atacaba de vez en cuando.

Un tiempo después de comenzar la rutina basurera, la felina empieza a sentir olores desconocidos al defecar. Como acostumbrara a hacerlo, antes de desechar hacía un hoyo en la tierra, defecaba en él y tapaba minuciosamente el agujero. Al sentir los extraños aromas empezó a oler directamente su mierda, cosa que no le gustaba hacer, pero tampoco le molestaba; lo hacía a veces por instinto, a veces por curiosidad, pero nunca con asco ni con ganas.

Empezó a comparar los olores con las comidas que ingería, y a hacer planes de dieta según su mierda. Olía y pensaba “sí… un poco más de carne”, y luego tapaba su mojón.

III

Un día como cualquier otro, la cuidadora del enfermo lo sacó a pasear. Había tenido una discusión telefónica con su hijo camionero y la caminata no fue de las mejores. Salir a mojar la tierra con su manguera había sido, desde que trabajada con el anciano, un momento de paz y tranquilidad, en el que realmente se preocupaba de sus propios menesteres y no de los de su patrón. Mientras le daba una vuelta y otra al problema de su hijo escuchó música del otro lado de la pared, en alguno de los patios vecinos. Sabía que la cantante era extranjera, pero estando al tanto de su incapacidad para reconocer la nacionalidad de la misma, escuchó simplemente los ritmos y las entonaciones de la canción. Se imaginaba un lugar antiguo, un espacio lúgubre donde imponentes bailarinas cortejaban con sus enormes tetas a hombres de poco honor. Se imaginaba a esos hombres de poco honor por el recuerdo de su hijo, y casi podía ver cómo algunas de las putas le ponían las tetas en la cara, sacando este la lengua para saborear los aceites que brillaban frente a luces rojas y verdes en constante movimiento.

Habiendo muchos hombres vestidos elegantemente para la ocasión, su hijo era visualizado como un robusto y sucio visitante, asqueroso incluso para la más sucia de las putas, y pobre, sin ninguna opción de pagar por un servicio más allá del baile y el langüeteo. En ese momento la mujer daba largas regadas a la tierra, perdida en el asco hacia su hijo. Lo empezaba a odiar fuertemente, sentía rabia hacia él y pena hacia ella misma. No sabía si su hijo algún día habría asistido a eventos de tal reputación, pero al imaginárselo se enojaba consigo misma, no entendiendo cómo podía pensar así en un hombre al que ella había criado, al que pensaba haberle transmitido sus valores, sus formas, su sentido común. La música le empezó a parecer cantada por una prostituta amable, una de las pocas que tendría estómago para acostarse con él. Una puta comprensiva e incomprendida. Tan buena que, de vez en vez, al ver llegar tamaño engendro, al verlo solo, triste y sucio se acercaba a él para consolarlo. Una de las pocas mujeres capaces de ser amables con aquella aberración humana y él, al tanto de su fealdad, no podía acostarse con ella, sintiéndose culpable y pensando en las burlas que sus colegas le harían al terminar el trabajo.

La música terminó y la mujer notó que podía pensar algo bueno de su hijo. Pese a haber creado a un hombre horrible, le había enseñando ciertas normas de respeto, ciertas actitudes que le ayudaría a no hacer sufrir a sus prójimos. Un hombre, al fin y al cabo bueno, capaz de empatizar con un igual que le ayudaba a sentirse un poco más varonil, más viril. Pensó que su hijo se sentiría como un semental adolescente, asustadizo, que después de las amorosas palabras de la puta huía atemorizado a masturbarse en la soledad de su hogar. Un muchacho al que todavía tenía que corregir y ayudar. Pensó en dejar la manguera y acudir al teléfono para proponer una cita, pero decidió terminar su labor. Así que regó y, al no escuchar una siguiente canción, empezó a tatarear y a hacer pequeños pasos para allá y para acá al ritmo de su canto. Luego empezó a mover también su cintura y sus manos. Regando al ritmo de la música, tatareaba cada vez más fuerte, se emocionaba con su recuerdo, y con la tarea que recomenzaría pronto, después de tantos años. Cantó y bailó hasta que la música empezó a desaparecer de su mente, hasta que la tierra mojada se convirtió en barro, hasta que recordó la comida del anciano. Entonces recordó su labor, sus necesidades monetarias y se prometió utilizar el teléfono prontamente.

IIII

Iba caminando por calles anchas de un nuevo barrio y pensando en el “inviernazo” que terminó abruptamente y a deshora con el verano. Hacía frío, pero la caminata se le hacía agradable y avanzaba felizmente por desconocidas calles hacia su hogar. Con el sol alumbrando otras latitudes, las nubes le parecían lisas cómplices del infinito cósmico, y una que otra estrella le recordaba su desventaja planetaria y galáctica.

Avanzó varias cuadras desde el punto de origen cuando empezó a soplar el viento. Algunas copas se movían y algunas hojas caían todavía verdes de los árboles mientras él se entretenía haciendo sonar la crujiente capa muerta que cubría las avenidas. Sopló un poco más fuerte el viento y una luz se mostró detrás de las nubes. Esperando más iluminación de parte del cielo, progresó observándolo expectante, pero la exhibición había terminado con su principio. Mientras caminaba con la cabeza levantada sintió una gota en su cara, cosa que le pareció agradable, y levantó su mentón un poco más para sentir la siguiente directamente.

Se demoró tanto esa gota que la caminata prosperó unos minutos sin sobresaltos, hasta que decenas de ellas humedecieron su pelo sin notarse. De pronto se posó una sobre su ceja, pasó por un lado, y cayó al piso. Levantó la mirada contentísimo, pero el agua que inundaba literalmente sus ojos le impidió observar el espectáculo, limitándolo a disfrutar la sensación.

Caminó otros minutos levantando los ojos hacia el cielo cada vez que se aseguraba de no tener tropiezos, y fue sintiendo cómo poco a poco las gotas fueron aumentando el espacio entre una y otra, hasta que la última se posó azarosamente a un costado de su boca.

No fuimos hippies como en los setenta.

Flaca Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
Como a cualquier persona medianamente normal, me parece que el reguetón es machista, sexista, fome, repetitivo y básico. Pero, como cualquier persona medianamente borracha, he terminado bailándolo a altas horas de la noche en diversas situaciones. Si bien la mayoría de los mensajes que transmite lingüísticamente son cosas como “haremos sexo con ropa” o “dale con el látigo”, hay canciones que tienen más de algo agradable. Trataré, a continuación, una canción que me produce una extraña sensación de nostalgia.

“Voy a tocarte toa / esta noche te voy a hacer mi señora / poco a poco tú verás que te enamoras”. Claramente es un mensaje obvio y muy poco racional, es más como un típico hombre que va a una disco a conquistar mujeres y a tener relaciones sexuales poco comprometidas con desconocidas. Pero cuando el cantante dice cosas como “Soy la nueva cara del rock / el nuevo new kid on the block”, da la impresión de que es un millonario en un bar caro y estadounidense, seguramente en Manhattan, tomando tragos raros y sintiéndose como la contemporaneidad misma. Luego hace alusiones a la canción y al grupo mismo: “Que me sigan en el coro los estúpidos / calle 13 y DJ Yamo suenan nítido”, y da lo mismo, es para rellenar, supongo.

Lo más interesante son las frases siguientes: “Te voy a sacar el aire de la cabeza / dándole un masaje a tu cerebro con cerveza”. Puede querer decir un montón de cosas distintas. Primero parece que va a embriagar a su conquista y a masajear su vagina por dentro, en medio de la borrachera. Pero agrega que “Pa cambiarle esa mente de fresa / hay que consumir como cien tabletas”. No sé si con esto se referirá a la mujer con la que está sosteniendo relaciones sexuales o a él mismo. No sólo la letra, sino también la melodía principal, sugieren la idea de un hombre al que le gusta la juerga nocturna, y la mente de fresa podría ser la promiscuidad del protagonista. Pero esta promiscuidad siempre está rodeada de alguna nostalgia, de alguna molestia. Le gusta la juerga y el sexo fácil, pero sabe que no es algo muy aceptado según la moral occidental. En todo caso, si la mujer fuera la que tiene la mente de fresa, igualmente parece una especie de crítica; estaría diciendo algo así como que en medio de la borrachera le parece muy bien el sexo promiscuo, pero sabe que cuando esté sobrio al día siguiente notará que la única forma que tiene de salir de esa vida es drogándose con quién sabe qué pastilla. Podría estar transmitiendo cierto desconsuelo frente a la imagen de una mujer como aquella, o cierta molestia frente a la existencia de los tabúes. Las cien tabletas pueden incluso ser la educación, la televisión, la ‘cultura’ occidental que promueve el ‘sexo con ropa’, pero que luego lo rechaza cínicamente.

“Chúpate esta / un masajito por tu piel grasienta”. O está hablando de una gorda, o de una prostituta sucia, o de una vedette bañada en aceites. Sea cual sea, dice “masajito”. Ahora no es sólo desconsuelo, también le agrega un poco de cariño. Es una mujer asquerosa, pero igual se merece que un hombre como él la trate con cariño. Añade “Pa que se sienta hasta en la placenta”. ¿La embarazó? ¿O estaba embarazada? “Pica pica pica pica como pimienta”. ¿Está enferma? ¿Le está doliendo?

A estas alturas aparece la frase que arma la idea completa: “No fuimos hippies como en los setenta”. A primera vista es extraño que meta a los hippies en medio de esta situación, pero puede estar diciendo que los admira, que le gustaría que el sexo fuera así como lo entendían los hippies, y frente al desvanecimiento de esa noción muestra la nostalgia que marca la canción entera. Dice “no fuimos” demostrando que ya está completamente perdida esa idea, que no hay vuelta atrás. También puede ser una disculpa frente a la mujer (tanto si fuera prostituta como si fuera una pareja efímera). Le estaría diciendo que, lamentablemente, la situación que están viviendo no tiene nada que ver con ningún cariño, con ningún afecto, solamente con la satisfacción biológica del roce sexual. Pero sólo el decirlo demuestra que le gustaría estar inserto en un contexto de amor aparentemente social. Le gustaría satisfacerse a través del amor a la sociedad entera, representada en una mujer, pero el contexto social lo coopta, lo obliga sin su consentimiento a buscar el placer máximo en situaciones donde las relaciones interpersonales poco importan frente a la superioridad de las relaciones sexuales. Una vuelta al “sueño perdido, al lugar de origen” como diría la floripondio en otro contexto.

Después de esto acepta que de todas maneras puede llegar a amarla: “A ti yo te cedo la silla y la mesa / la trato de ‘su alteza’”, pero nuevamente cae en la sexualidad pura y sin sentido: “Eres una gata montesa / desde la pezuña hasta la cabeza”. Cae, incluso, en el insulto.

La canción entera intenta demostrar que el yo lírico, representando a un largo número de sujetos de esta sociedad que detesta, se deja fácilmente arrastrar por todos, como diría Durkheim, pero siempre con una utopía en la mente, con un amor al prójimo. Un amor y una maldad. Y una posibilidad de cambio que resuena constantemente en la opinión pública y en la memoria colectiva. “Con el salvaje salvajemente orgulloso / con la progenitora valiente / con el pasado sin lamento / con las vista al frente / con la cabeza llena de memoria / con el hambre de saltar al frente / si es necesario, matar al presidente”, como diría la floripondio.

Manifiesto nómade.

Nosotros, por lo menos y últimamente, no nos consideramos "comunistas" como se entiende así en el día a día de la gente. O sea, no es algo así como que queramos instaurar un nuevo gobierno ("este sí funciona"), sino más bien desinstalarlo. Obviamente respondemos a las necesidades de la propiedad comunitaria tanto de los bienes de producción y de la tierra, pero, ¿no es eso seguir hablando de "propiedad"? Eliminemos la propiedad como concepto, compañeros. Los "paredones chorreando sangre" que propone M.M., y esto es lo fundamental de esta teoría revolucionaria, sin innecesarios y contrarrevolucionarios. He aquí nuestra gran verdad: "La revolución será nómade, compañeros". El progreso de la lucha revolucionaria es acrecentar las redes de socialización y comunicación entre grupos organizados de gente. Y esta revolución, sin más, será contraria a todas las otras revoluciones. Contraria a Lenin, contraria a Bakunin, contraria al liberalismo y contraria a las formas de cualquier sociedad contemporánea. (Lo "contemporáneo", para nosotros, es, más o menos, lo que empezó hace menos de dos siglos. Pero cuando un historiador segmente la historia dentro de 200.000 años, estos 5.000 serán, si quiera, parte de la primera parte de los inicios de la historia).

Consideramos que la revolución será nómade porque no vemos otras formas en que el ser humano pueda seguir sosteniéndose en este planeta. Hubiéramos nosotros o no apurado el calentamiento global, éste se producirá, y, en tres o en mil años más, ciudades importantes y populosas, como Nueva York, Shangai o Valparaíso, quedarán hundidas bajo las aguas, así como extensas regiones de todas partes del mundo. En ese momento las personas que solían habitar en los lugares inundados buscarán refugio en las grandes ciudades por dos motivos. El primero es que emigrar al campo será sinónimo de "retraso cultural". El segundo radica en que los sistemas de educación se esfuerzan en crear profesionales productivos sólo dentro de una ciudad (África y algunos sectores del sudeste asiático, tal vez, se salgan de este esquema). Las urbes se llenarán de vagabundos y unos y otros seres humanos comenzarán a buscar nuevas formas de vivir.

Consideramos esta propuesta tal como Allende califica el sentimiento revolucionario en la juventud. Diríamos "ser humanos y no ser nómades es hasta una contradicción biológica". El proceso revolucionario que nos proponemos, como dijimos, es el de "acrecentar las redes de socialización y comunicación entre grupos organizados de gente", pero esta acción, de forma de ser revolucionaria, debe encontrarse explícitamente dispuesta a crear una nueva forma vivir, de relacionarse con la naturaleza. Debe buscar la eliminación de conceptos tan "humanos" como la familia, las clases, las corporaciones, el dinero. Todo eso deberá dejar de existir. La nueva relación hombre-planeta se basará en cuánto estén ambos dispuestos a entregarse mutuamente. Las sociedades se desharán y todos nos moveremos de un lado para otro sin saber qué hacer. Todo será comunitario. Todo estará en constante movimiento. Y nosotros, los revolucionarios, hemos de ser los primeros en comenzar los viajes. Pero no debemos hacerlos a tontas y a locas. Nuestros viajes cambiarán el mundo, por lo que debemos estar organizados (entre nosotros como personas que existen en el mundo, no entre nosotros como personas que viajan) y no caer en las trampas que nos impone en sistema social imperante acerca del concepto "viaje". Nuestra travesía será sin carpas, sin sacos de dormir, sin dinero, sin rutas largas, sin destinos. Más de alguno creerá encontrar, durante el viaje, su lugar en el planeta y se quedará ahí siendo tan feliz como puede serlo alguien cuando se siente a plenitud. Cuando nuestro compañero decida "establecerse" en un lugar nosotros no intentaremos evitarlo, pues reconocemos en cada ser humano la capacidad de decidir su forma de vivir. Pero las condiciones físicas y morales de la sociedad obligarán a una u otra generación a desprenderse de la tierra en que habitan, y comenzar a moverse constantemente.

Esto no es más que una invitación al movimiento organizado.

-Oye, weón

-¿Ah?
-¿Cachai la weá del cemento, weón?
-¿Cómo?
-Así como cuánto cemento hay antes de la tierra.
-Puta, no sé, su resto igual, po.
-Pero, ¿cuánto, po?
-¿Sus veinte centímetros?
-Sería caleta.
-Sí, weón. ¿Y qué weá?
-No, que el otro día me dijeron una weá.
-¿Qué wea?
-Puta, según un weón antes las calles eran de madera.
-Puta, demás po weón.
-Sí po.
-En volá se quema toda la weá.
-Esa weá me dijeron po.
-¿Qué se quemaba toda la weá?
-Claro, onda Temuco.
-¿Y el weón es de Temuco?
-No, es de Valdivia.
-¿Y cómo sabe esa weá?
-Dice que era la cagá, que se veía de Valdivia.

¿Qué pandemia?

El fascismo nos ataca, vertiginosamente. Ahora salieron con una pandemia. ¿De qué hablan? ¿De que han muerto cuántos mexicanos por la influenza porcina?, ¿cien?, ¿doscientos? Pongámosle mil. ¿Cuánta gente vive en México? Casi ciento diez millones de personas, según Wikipedia. O sea, uno cada ciento once mil mexicanos, exagerando como loco. Dos canadienses y uno que otro gringo y español. ¿Eso es una epidemia? ¿Una pandemia? ¿Por eso le andan entregando mascarillas para andar por la calle a los mexicanos, han suspendido las misas, el público en el fútbol, y las clases en los colegios?

No, mentira. Ni epidemia ni nada. Estrategia del miedo, será. Políticas comunicacionales de los Estados. Quieren que temamos, que estemos asustados. ¿Cuánta plata están ganando los laboratorios, o cuánta van a ganar con sus vacunas y remedios? Sabemos que son los laboratorios los que controlan gran parte de las economías, basta con ver esa película, El Jardinero Fiel. Se lo hicieron a África en esos años, el año pasado a Asia con la tontera aviar, y ahora le tenía que tocar una “pandemia” (concepto extraño que inventan para que suene más pomposo todavía) a América. ¿Cuánta gente muere de cánceres, de SIDA, asesinada por estadounidenses al día? Claramente más que por estas gripes terribles que ponen a andar. Las guerras, las matanzas sí que son una epidemia. Esta epidemia no es tal, quieren miedo. ¿Por qué, sino, iba a suspender las clases?

¿Quieren miedo? Aquí les tengo algo bueno. Fui a la Clínica las Condes hoy. Tenía que hablar algo (no daré más información al respecto) en el área de Comunicaciones de la Clínica. Mirando, pasando los ojos por aquí y por acá mientras esperaba un papel, leí un documento aparentemente oficial del centro médico: tenía unas cincuenta páginas tamaño carta, los logos oficiales de la Clínica y en su portada versaba una oración macabra. “Influenza Porcina en Clínica las Condes”.

Ágilmente, una persona que acompañaba mi travesía a aquél poco humilde lugar, hizo una que otra pregunta a una fuente oficial de la empresa. Ésta le comentó que había unos cuantos casos y luego puso cara de “chuuucha, la cagué”.

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