Cuatro fragmentos.


ésta (Copy)
Cargado originalmente por Rigoberto Gonzáles
I

Era una señora, no una dama, que trabajada en una casa cuidando a un anciano enfermo. Este hombre no era prácticamente nadie, no se mostraba mucho, le gustaba estar solo y salir a caminar un rato cada tarde. La mujer, entonces, siendo remunerada por ello, lo acompañaba todas las tardes, afirmando fuertemente uno de sus brazos. Eran caminatas silenciosas. Ella simplemente le tomaba el brazo y procuraba no dejar caer al viejo. El viejo, por su lado, se dejaba afirmar y se perdía en sus pensamientos, mientras los de la señora se reducían a afirmar aquel brazo que, con el tiempo, se iba volviendo más flaco y más débil. Al volver a la casa, la mujer preparaba las comidas y las servía en la mesa. El viejo a veces llegaba, otras se quedaba en su pieza viendo su televisor y sintiendo cómo la sangre se esparcía por su cerebro.

Todas las tardes la señora salía al patio y cambiaba el color de la tierra con una manguera, recogía las hojas que se le caían a los árboles, si las había, y volvía a su rutina vital. Se levantaba, cocinaba, comía, se bañaba, caminaba, y dormía. Durante años su vida se redujo a eso, y ella era enormemente feliz, enormemente seria y enormemente callada.

Ella era una señora pobre y con bastantes años encima, por lo que los hijos serían unos cuarentones que se dedicaban a alguna labor medianamente anacrónica para sus tiempos. Un camionero, por ejemplo, que tenía que recorrer cortas distancias varias veces cada mes. Algo así como 150 kilómetros transportando algo que no le importaba. Su camión, medianamente viejo, tendría la radio mala y él no habría pensado nunca en eso, así que manejaba en silencio y se conformaba con mirar el aburrido paisaje y con tocarle la bocina o uno que otro camionero con el que se topaba cada una o dos semanas.

Otro hijo podría ser un hombre con problemas más fundamentales, racionales y sentimentales. Algo así como un proletario casado con una mujer de clase media, medianamente alta y medianamente criada en un ambiente literario y de música docta. Ella le habría presentado hace tiempo uno que otro disco de Brams o el Réquiem de Mozart. Pasado el tiempo, habría aprendido a disfrutarlo. Vivirían en un departamento céntrico pero silencioso, y él, habiendo crecido en un barrio, conociendo a los vecinos y teniendo problemas, amistades, amores y desamores con ellos, llenaría esos silencios que se le hacían molestos con cumbias, en un principio, y con conciertos para piano, divertimentos y sinfonías, al final.

II

Una gata grande, no muy gorda, pero sí peluda, de pelos largos, y de largos bigotes. Tan inteligente como un felino casero puede serlo, pero claramente incapaz de encausar el caminar de un rebaño hacia su corral, como un perro en jauría. Inteligente, entonces, pero no tanto como para darse cuenta de las días que pasan mientras su amo no la ve. Pasaría meses sin saber nada de él, acostada en sillones y camas vacías y frías, soportado su solitario invierno sin notarlo, incapaz de comparar un otoño de una primavera.

Una o dos veces al día alguien la alimentaría con comida para gatos. Ella, con sus diez u once años encima, aburrida ya de comer tales galletas, comienza a buscar comidas más agradables al paladar en los basureros del barrio. Habiendo sido siempre una gata ordenada, no rompía las bolsas ni dejaba restos de sus comidas en las calles, pero de todas maneras los vecinos la espantaban cuando la veían cerca de sus sacos. Dándose cuenta que eso era porque los perros del sector eran incapaces de robar sin armar escándalo, la gata comienza a odiarlos secretamente, incluso para ella. No hace actos de odio directos, sino que se nota en pequeños detalles, como levantarse del suelo hacia un árbol si veía un perro cerca, o doblando en el sentido contrario al que iba por la presencia de uno de ellos. Los canes, en tanto, se mostraban respetuosos con ella. Sólo uno que otro anacrónico la atacaba de vez en cuando.

Un tiempo después de comenzar la rutina basurera, la felina empieza a sentir olores desconocidos al defecar. Como acostumbrara a hacerlo, antes de desechar hacía un hoyo en la tierra, defecaba en él y tapaba minuciosamente el agujero. Al sentir los extraños aromas empezó a oler directamente su mierda, cosa que no le gustaba hacer, pero tampoco le molestaba; lo hacía a veces por instinto, a veces por curiosidad, pero nunca con asco ni con ganas.

Empezó a comparar los olores con las comidas que ingería, y a hacer planes de dieta según su mierda. Olía y pensaba “sí… un poco más de carne”, y luego tapaba su mojón.

III

Un día como cualquier otro, la cuidadora del enfermo lo sacó a pasear. Había tenido una discusión telefónica con su hijo camionero y la caminata no fue de las mejores. Salir a mojar la tierra con su manguera había sido, desde que trabajada con el anciano, un momento de paz y tranquilidad, en el que realmente se preocupaba de sus propios menesteres y no de los de su patrón. Mientras le daba una vuelta y otra al problema de su hijo escuchó música del otro lado de la pared, en alguno de los patios vecinos. Sabía que la cantante era extranjera, pero estando al tanto de su incapacidad para reconocer la nacionalidad de la misma, escuchó simplemente los ritmos y las entonaciones de la canción. Se imaginaba un lugar antiguo, un espacio lúgubre donde imponentes bailarinas cortejaban con sus enormes tetas a hombres de poco honor. Se imaginaba a esos hombres de poco honor por el recuerdo de su hijo, y casi podía ver cómo algunas de las putas le ponían las tetas en la cara, sacando este la lengua para saborear los aceites que brillaban frente a luces rojas y verdes en constante movimiento.

Habiendo muchos hombres vestidos elegantemente para la ocasión, su hijo era visualizado como un robusto y sucio visitante, asqueroso incluso para la más sucia de las putas, y pobre, sin ninguna opción de pagar por un servicio más allá del baile y el langüeteo. En ese momento la mujer daba largas regadas a la tierra, perdida en el asco hacia su hijo. Lo empezaba a odiar fuertemente, sentía rabia hacia él y pena hacia ella misma. No sabía si su hijo algún día habría asistido a eventos de tal reputación, pero al imaginárselo se enojaba consigo misma, no entendiendo cómo podía pensar así en un hombre al que ella había criado, al que pensaba haberle transmitido sus valores, sus formas, su sentido común. La música le empezó a parecer cantada por una prostituta amable, una de las pocas que tendría estómago para acostarse con él. Una puta comprensiva e incomprendida. Tan buena que, de vez en vez, al ver llegar tamaño engendro, al verlo solo, triste y sucio se acercaba a él para consolarlo. Una de las pocas mujeres capaces de ser amables con aquella aberración humana y él, al tanto de su fealdad, no podía acostarse con ella, sintiéndose culpable y pensando en las burlas que sus colegas le harían al terminar el trabajo.

La música terminó y la mujer notó que podía pensar algo bueno de su hijo. Pese a haber creado a un hombre horrible, le había enseñando ciertas normas de respeto, ciertas actitudes que le ayudaría a no hacer sufrir a sus prójimos. Un hombre, al fin y al cabo bueno, capaz de empatizar con un igual que le ayudaba a sentirse un poco más varonil, más viril. Pensó que su hijo se sentiría como un semental adolescente, asustadizo, que después de las amorosas palabras de la puta huía atemorizado a masturbarse en la soledad de su hogar. Un muchacho al que todavía tenía que corregir y ayudar. Pensó en dejar la manguera y acudir al teléfono para proponer una cita, pero decidió terminar su labor. Así que regó y, al no escuchar una siguiente canción, empezó a tatarear y a hacer pequeños pasos para allá y para acá al ritmo de su canto. Luego empezó a mover también su cintura y sus manos. Regando al ritmo de la música, tatareaba cada vez más fuerte, se emocionaba con su recuerdo, y con la tarea que recomenzaría pronto, después de tantos años. Cantó y bailó hasta que la música empezó a desaparecer de su mente, hasta que la tierra mojada se convirtió en barro, hasta que recordó la comida del anciano. Entonces recordó su labor, sus necesidades monetarias y se prometió utilizar el teléfono prontamente.

IIII

Iba caminando por calles anchas de un nuevo barrio y pensando en el “inviernazo” que terminó abruptamente y a deshora con el verano. Hacía frío, pero la caminata se le hacía agradable y avanzaba felizmente por desconocidas calles hacia su hogar. Con el sol alumbrando otras latitudes, las nubes le parecían lisas cómplices del infinito cósmico, y una que otra estrella le recordaba su desventaja planetaria y galáctica.

Avanzó varias cuadras desde el punto de origen cuando empezó a soplar el viento. Algunas copas se movían y algunas hojas caían todavía verdes de los árboles mientras él se entretenía haciendo sonar la crujiente capa muerta que cubría las avenidas. Sopló un poco más fuerte el viento y una luz se mostró detrás de las nubes. Esperando más iluminación de parte del cielo, progresó observándolo expectante, pero la exhibición había terminado con su principio. Mientras caminaba con la cabeza levantada sintió una gota en su cara, cosa que le pareció agradable, y levantó su mentón un poco más para sentir la siguiente directamente.

Se demoró tanto esa gota que la caminata prosperó unos minutos sin sobresaltos, hasta que decenas de ellas humedecieron su pelo sin notarse. De pronto se posó una sobre su ceja, pasó por un lado, y cayó al piso. Levantó la mirada contentísimo, pero el agua que inundaba literalmente sus ojos le impidió observar el espectáculo, limitándolo a disfrutar la sensación.

Caminó otros minutos levantando los ojos hacia el cielo cada vez que se aseguraba de no tener tropiezos, y fue sintiendo cómo poco a poco las gotas fueron aumentando el espacio entre una y otra, hasta que la última se posó azarosamente a un costado de su boca.

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