Sí, eso es, los odio, a todos, a la mayoría, a muchos; los odio harto, me cargan, me molestan, los detesto. Sus caras y sus formas de caminar me parecen detestables, sus voces, sus ideas, sus formas de pensar. Odio cómo convencen, cómo gritan, cómo atornillan. Los he visto haciendo de todo, mintiendo, robando, censurando, matando, torturando, violando, molestando, gritando. Imbéciles, se creen grandes e importantes, se muestran fuertes y poderosos, se denominan, se nominan y se autodenominan; les encanta, y yo, yo los odio. Los odio porque siento el odio adentro, así como si no lo pensara. Así odian, a los que lloran, a los que hablan. Sucios, impertinentes, aparecidos, mugrientos, hediondos. Odio a los padres que obligan a sus hijos a nacer, a los católicos que obligan a su gente a creer, a los evangélicos que cantan y a los krishna que bailan. Odio a los religiosos y a los partidos, a los patriotas –egoístas masivos-, a las universidades, a los colegios, a los regionalistas –egoístas no tan masivos-, a los egoístas y a los amables y a los cínicos solidaristas. Falsos, absurdos idiotas sin sentido. Odio este mundo horrible. La historia es cíclica y la odio; la economía es cíclica y la odio. Odio las fiestas y odio a la gente que se obliga a hacer cosas que no quiere. Odio a los que obligan. Me molestan aquellos que se aman y odio a los que se odian. Yo los odio y ellos deben odiarme; odio el cíclico odio. Odio lo cíclico. Odio al amor, y odio al odio, y al odioso y al monótono. Odio lo obvio. Lo ridículo también es odiable. Odio al hombre por despectivo, por tonto ignorante, por heterogéneo y por cambiante. Me tocó, odiar, odio mucho y me gusta odiar, y odio que me guste odiar. Odio a los políticos y a los académicos petulantes. A los barrenderos, a los traqueteros y a todo el mundo entero. Seguramente odio a tu familia, y a la mía, y a ti. Tú seguramente me odias a mí. Los odio mucho, a todos, y, ciertamente, me odio a mí.
Olvidar y Luchar
Una noche, como cualquiera, el mundo olvidó la fecha. A la mañana alguien le preguntó a un colega, y éste, sin saber qué responder, le preguntó a alguien más. Nadie sabía. La pregunta se expandió por el mundo, con millones de puntos de inicio, pero nadie sabía. Todos estimaban que era algún día entre el 7 y el 15 de agosto. Los matemáticos hicieron cálculos y no supieron qué responder. Los astrónomos aseguraron que mirando el cielo podrían averiguar el día exacto, pero no lo lograron. Los periodistas y editores de diarios se arrepentían de haber dejado de poner la fecha en la portada de los periódicos. Los informáticos veían con extraños ojos sus computadores.
Se aceptaba comúnmente que el día en que se olvidó la fecha era alguno entre el 7 y el 15 de agosto, por lo que el día siguiente se consideró como “alguno entre el 8 y el
Los problemas que traía consigo esta confusión tenían solución, aseguraron los astrónomos. Propusieron medir la duración de los días hasta que la duración del día fuera lo más parecida a la de la noche, y ese día sería el 21 de septiembre. El mundo esperó, y algún día entre el 19 y el 27, el día duró 11 horas, 59 minutos y 55 segundos, mientras que la noche duró 12 horas y 5 segundos. Todos aceptaron los 5 segundos de diferencia como un problema menor, y vivieron el día siguiente como el 22 de septiembre. Pero a la noche siguiente los astrónomos informaron que el día había durado 12 horas y 7 segundos, y la noche 11 horas, 59 minutos y 53 segundos. Nadie se esperaba ese suceso, por lo que los astrónomos propusieron que se considerara el día siguiente como “el 22 ó el 23 de septiembre”. No era lo que el mundo esperaba, pero se acercaba.
Los astrónomos, siempre atentos, recordaron que el 26 de noviembre debería haber un eclipse en algún lugar del pacífico, al oeste de las islas Galápagos, entre Isla de Pascua y Hawai. Se apostaron barcos de todas las potencias mundiales en ese sector, repartido en cuadrantes para cada nación, pues todos los gobiernos esperaban dar la maravillosa noticia a sus ciudadanos. Se firmó, además, un tratado que abolía las aguas internacionales en ese sector, pasado cada cuadrado de mar a formar parte de la soberanía de las naciones involucradas. También algunos millonarios se aventuraron con sus yates en el lugar. Los cruceros ofrecían viajes de lujo para esperar el eclipse en el lugar de los hechos. Todo el mundo estaba expectante.
Los primeros barcos militares llegaron al lugar el 15 ó 16 de noviembre, los millonarios más excéntricos aparecieron el 22 ó 23, mientras los cruceros paseaban por los límites de los cuadrantes. En la tarde del día 23 ó 24, un barco japonés penetró el cuadrante estadounidense, lo que provocó la ira de los norteamericanos, que atacaron la nave nipona después del primer aviso. Las naves chinas y rusas, al notar la situación, y después de intentar una mediación conversada, atacaron a la nave estadounidense, incitando la respuesta francesa e inglesa. A las pocas horas, los barcos militares de cada nación que había en el lugar estaban en llamas y la gran mayoría de sus tripulantes muertos. Los yates y cruceros se retiraron rápidamente del lugar. Los presidentes que se encontraban en el lugar escaparon en sus helicópteros. El combate duró hasta la madrugada del 25 ó 26 de noviembre, momento en que todos se retiraron pensando que ya habría una nueva forma de calcular la fecha. En el lugar sólo quedaron algunas barcas con sobrevivientes. Aseguraron ver el eclipse, pero, encontrándose incomunicados, no pudieron dar aviso en el momento. Las semanas que demoraron los náufragos en tocar tierra provocaron estragos en su noción del tiempo y de la realidad, por lo que no pudieron afirmar con certeza en qué día fue el eclipse.
El mundo decidió esperar al 21 de diciembre. Faltaba poco, por lo que no sería tan calamitosa la situación. La gente esperó mientras los gobiernos más poderosos intentaban monopolizar la entrega de la información. Las tensas relaciones que habían quedado del día del eclipse ayudaron a calentar los ánimos militares y científicos de todo el mundo. La armada iraní, el 10 u 11 de diciembre, bombardeó observatorios astronómicos de Hawai, lo que determinó la decisión israelí de atacar sus instalaciones militares, con ayuda de los Marines. Los rusos, que sabían en qué podía desembocar el conflicto, se restaron hasta que bombas norteamericanas tocaron tierras de Turkmenistán, ingresando en la pelea toda la ex Unión Soviética. China, viendo peligrar su soberanía sobre Asia, bombardeó Afganistán, que apoyaba a Irán desde Pakistán, con lo que
Sudamérica entró en el conflicto cuando Australia aceptó las órdenes estadounidenses de destruir los observatorios del norte de Chile, que era considerado una amenaza por sus gobernantes socialistas. Brasil y Argentina tomaron las armas y atacaron a los Australianos desde la costa chilena, con el apoyo nacional. Perú y Ecuador también decidieron apoyar a Chile, con lo que Colombia –eterna amiga de EEUU- atacó a Ecuador desde el norte. Venezuela atacó por dos bandos: hacia el oeste invadió Colombia y hacia el este intentó recuperar las tierras perdidas hace cientos de años de Guyana, Suriname y Guyana francesa. Siendo propiedad ésta última del Estado francés,
En los diez días que duró la primera parte del conflicto, la mayoría de los mortales que no estaban luchando en la guerra permanecieron escondidos en zonas montañosas o selváticas. Entre el 19 ó 20 y el 21 ó 22 pocos tuvieron tiempo de medir la duración de los días. En rigor, nadie lo hizo. El mundo se perdía una nueva oportunidad de recordar su forma de organizarse.
Las bombas atómicas destruyeron gran parte del mundo. De los seis mil millones de seres humanos que habitaban el planeta antes del conflicto, se estima que quedaron menos de 400 millones, repartidos por el mundo sin muchas formas de contactarse. Las emisoras de televisión y los diarios fueron destruidos. Los que no, no tenían interés en seguir informando. La radiación nuclear afectó tanto a los animales como a los cultivos, por lo que los sobrevivientes comían temiendo. Se organizaron aldeas en aquellos lugares donde las bombas habían caído lejos. Los que tenían familiares en tierras lejanas preferían no viajar para no toparse con lugares donde la radiación era más fuerte. Los pocos que decidían hacerlo debían subirse a caballos o simplemente caminar por las devastadas carreteras, los combustibles eran tan escasos que se vendían a precios absurdos.
La noción de las fechas se había perdido por completo; por una parte no eran necesarias, y por otra nadie tenía tiempo para pensar en eso, las tareas que supone la supervivencia agotaban todo el tiempo. Poco a poco el dinero empezó a perder su valor, se prefería intercambiar vegetales por carnes, o ropas por maderas. No se podía ver televisión o escuchar radio o jugar Play Station, así que los niños redescubrieron las bolitas y el policías y ladrones. Sin el cine, las citas románticas se complicaban, por lo que los jóvenes volvieron a flirtear observando la puesta de sol, y a pololear caminando por las praderas. Los ancianos, para hacer sus bastones, recorrían kilómetros de bosques hasta toparse con la rama adecuada. Las dueñas de casa mandaban a sus hijos a recoger piñones en el bosque o guayabas en la selva para preparar el almuerzo. Las familias volvieron a ver sus cuerpos desnudos aseándose en ríos y lagos, los hijos mayores volvieron a ver los partos de sus hermanos, los menores volvieron a aprender qué era el sexo conversando con sus hermanos. Lentamente, los automóviles se quedaron sin bencina para andar, los políticos sin problemas por los que pelear, las armas sin balas que disparar. Los gatos dejaron de comer galletas de pescado y volvieron a comer pescado. Las palomas, eso sí, seguían comiendo restos de comida humana, y los cóndores siguieron siendo carroñeros.
La guerra, claro, había sido catastrófica, pero la vida, en fin, era más tranquila.
miércoles, 19 de noviembre de 2008 | Publicado por Rigoberto Gonzales el 11/19/2008 3 comentarios
Delincuencia bailable y para toda la familia
Iba caminando cerca de mi casa, a altas horas de la madrugada de un día jueves, con objetos de valor material y sentimental en mi mochila, con mi celular en la mano izquierda y dos encendedores malos en la derecha, ambas manos guardadas del frío dentro de los bolsillos del pantalón. De pronto, aparecen tres hombres que, de lejos, parecían amables. Pocos metros antes de cruzarnos, uno de ellos me pregunta si tengo un cigarrillo para regalarle, y yo le respondo que no. Entonces se acerca otro, pelado al rape, con una polera blanca muy sucia y unos jean (el primero era alto y tenía el pelo crespo y largo, así como metalero), y me hace una pregunta. -¿Oe?, ¿te querí irte con una sonrisa en la guata? (sic) “Extraña situación”, me dije, y escuché salir de mi boca algo que parecía una risa acompañada de un “no”. -Ahhh... entonces pasa las weás. (sic) “Sí claro”, le respondí, y le facilité mi teléfono móvil. El pelao, contento con un nuevo teléfono que intercambiar por droga (a esas alturas ya no me cabía duda de su estado mental influído por la pasta base), sonrió y me preguntó si andaba con plata. Frente a mi negativa respuesta, me preguntó con qué andaba en la mochila. -Un cuaderno, hermano, la materia de la U. -Así que estudiái en la U, ¿ah?... El metalero ya había mostrado un par de veces su molestia con la situación, por lo que dijo “ya oh, deja tranquilo al cabro” (sic) e hizo algo que nunca esperé. Tomó el celular de la mano del pelao y me lo entregó. Yo, impresionadísimo, lo recibí, pero el pelao, sin entender del todo la situación, me lo quitó de nuevo. -Esta weá es mía. (sic) -Sí, sí... –dije yo. De pronto, el pelao, con claras intenciones de intimidarme, me pidió, no de buenas maneras, que no diera aviso a la policía. “Claro que no”, dije yo, y él, metiendo y sacando su mano del bolsillo de su pantalón, la acercó a mi cara. Yo pensé: “ahhh... está tratando de aparentar que tiene una pistola”. No sé por qué, pero no reaccioné cómo él esperaba (dando un salto hacia atrás o algo así), sino que me quedé tan quieto y tranquilo como estaba. -Ah, erí choro. (sic) -Noooo... noooo... –dije yo. El tercer integrante del grupo con el que me tropecé no había dicho ni hecho absolutamente nada hasta ese momento, en el que tampoco hizo nada. El pelao, tomando las riendas de la situación, me invitó a seguir mi camino, cosa que yo acepté gustoso, e invitó a sus amigos a seguir el suyo. Caminé, entonces, uno o dos pasos y sentí una mano que tomaba fuertemente mi hombro y me volteaba, quedando ellos en la posición en que yo estaba antes y yo en la opuesta. -¿Y qué tení en la mochila? (sic) –preguntó el pelao. “Mierda”, pensé, “el computador”. -No... si te dije, el cuaderno, no te sirve pa ná. (sic) -Ya... no sapí, gilao culiao, no sapí. Camina no má. (sic) -Sí... Sí... Caminé. Me dio miedo. Mi corazón empezó a latir con más fuerza y noté que los locos me habrían podido matar. Aceleré un poco el paso (no demasiado, para que mi miedo no fuera tan evidente) y me acerqué a un local de completos que estaba abierto incluso a esa hora. Le expliqué la situación al chef y éste llamó a los carabineros. Luego me preguntó más cosas y me dijo que no tenía que jugar a la ruleta rusa. -Si andai solo erí choro, y si no erí choro no andís solo. Disculpa que te diga, pero me da rabia la gente, si saben que les van a pasar weás y igual salen a la calle. (sic) Le pedí disculpas, o algo así, y me acerqué a un retén móvil que había cerca. Me tomaron los datos e hicieron el papeleo correspondiente. Asustado, les pedí que me acompañaran a la casa, a unas cinco ó seis cuadras, y me subieron a la cabina trasera de la radiopatrulla. En el camino, escuchamos la radio futuro, donde tocaban un especial de Led Zeppelin. Al llegar descubrí algo que me pareció muy buena idea: las puertas traseras de las radiopatrullas no se pueden abrir por dentro. Al día siguiente, sin celular, fui a Claro, mi compañía de telefonía móvil, a reponer el equipo. Les pedí, para no gastar plata, el más barato. La señorita me trajo uno que se veía muy bonito y yo le dije “no, quiero el más barato”. -Este es el más barato –dijo la señorita. -Entonces deme uno más malo. -Es que todos son mejores que éste. Éste es el único con costo cero. -Ya... entonces deme ese. Es una máquina excepcional. Si antes tenía una grabadora, un pen drive, un disc man, una calculadora, una máquina fotográfica, una radio FM, un calendario, un reloj despertador y algo para jugar tonteras en los tiempos libres, ahora tengo un celular. Nueve en uno. Yo sabía que habían aparatos así de completos, pero hubo un momento en que no supe qué pensar. Como puedo utilizarlo así como un pendrive, metí un archivo de texto. Luego tomé el teléfono y me dije “¿qué pasará si le pongo abrir esto?”. Mientras avanzaba hacia ese momento, trataba de imaginarme el mensaje que aparecería. “Formato inválido”, “este equipo no cuenta con visores de texto”, “archivo desconocido”. Y, al apretar en el archivo, ¡el celular lo reprodujo! Con todo, el asalto fue pa’ mejor. ¡Viva la delincuencia!. P.d.: El ministro Andrés Velasco diría algo así como “si la delincuencia ha subido, es porque la gente sale más a la calle, o sea, tiene más confianza en la democracia”. P.d.: El ministro Andrés Velasco podría también decir algo así como “si usted es víctima de un asalto, no se queje, véalo como una oportunidad”. P.d.: El ministro Andrés Velasco es un hijo de puta. RG
lunes, 17 de noviembre de 2008 | Publicado por Rigoberto Gonzales el 11/17/2008 1 comentarios
La ardua tarea del serenazgo
En el centro del Cuzco un borracho, gordo y sucio, duerme en la calle, de guata y sin zapatos. El serenazgo, de pié a uno metros, lo mira con tristeza. No es el primer borracho de la noche y no será el último, y ya está llegando al punto que le da lo mismo lo que hagan o no hagan los borrachos, las putas, los dealers, los turistas, las indígenas o lo niños que sin ir a la escuela saben tres idiomas. La descendiente del Inca Huaina Capac habla con el descendiente de Inca Atahualpa en la esquina. Ninguno teme del serenazgo ni del borracho, pero ambos pesan con las pocas ventas de la tarde y ella, siempre preocupada, le pregunta a él si su hijo ha ido a la escuela la última semana. Uno pregunta en quechua, el otro responde en español, mientras los hijos se ofrecen, en inglés, para limpiar los zapatos de los turistas. Dos serenazgos que venían caminando tranquilamente se topan con el borracho y se ríen de él. “¿Qué hará este borrachito aquí?” El borrachito se transforma rápidamente en borrachote. Con dificultad levanta su cuerpo del suelo y se acerca al primer serenazgo, que nada tenía que ver. Se saca la chaqueta, la lanza al suelo con absurda arrogancia y le grita al servidor público. -¡Eres un concha de tu madre! La cara de duda del oficial policial enfurece al borracho. Lanza un lento golpe que es esquivado con un leve movimiento de cuerpo y cae al suelo sin acertar. Cae, maldice desde el cemento, y se duerme. El serenazgo mira a sus colegas y los tres ríen. Luego proceden a levantar la chaqueta del borracho, que se había llenado de polvo en el suelo, la sacuden, la estiran, buscan documentos y no los encuentran. -¿Revisamos los bolsillos de los pantalones? -¿Para qué? -No sé… para saber quién es… -No, que duerma tranquilo. -Sí, que duerma tranquilo. Sin más, el grupo policial arropa al borracho con la chaqueta y se marcha, conversando en quechua; la indígena vende las primeras falopas de la noche y el niño le limpia los bototos a un alemán. -Two suns, please. El alemancito abre la billetera de cuero y le entrega cinco nuevos soles. -¡Guten avend! Desde el balcón de un bar dos jóvenes chilenos admiran la situación y siguen emborrachándose. Asombrados por la actitud de los organismos policiales, temen salir a la calle y caminar hasta el hotel, pero poco antes de que se acaben los vasos con vodka el borracho se levanta, maldice de nuevo y se acerca a una mujer que acababa de sentarse, borracha, con su novio borracho. El borracho se arrodilla frente a ella, le toma firmemente las rodillas y desliza sus manos hasta las nalgas de la víctima. Patada en el pecho, insultos, risas. Se van caminando y el borracho se queda nuevamente solo y dormitando. Un automóvil se detiene frente al borracho. Un taxi que no se nota que es taxi. Una mujer conduce, baja el vidrio y grita algo en quechua. El borracho responde con insultos y, después de otro breve intercambio de palabras se sube al auto. Se van. Los chilenos siguen emborrachándose. El taxi que no se nota que es taxi vuelve a los diez minutos. El borracho se baja y rápidamente insulta a un grupo de jóvenes que pasaba por el lugar. Los golpea, aparece el serenazgo, y lo obliga a sentarse en una banca. El borracho se pone de pie y nuevamente se saca la chaqueta y la tira al suelo. -¡Eres un concha de tu madre! Lanza otro golpe, de nuevo no acierta, de nuevo cae, de nuevo maldice, de nuevo se duerme. El serenazgo lo levanta y lo sienta, dormido, en la banca. Lo tapa con la chaqueta, ríe y se va. Los chilenos ríen y se van del bar. El borracho no está en la banca. Buscan con la mirada y lo ven intentando armar otra pelea con otro grupo de jóvenes. Se alejan rápidamente y vuelven a su hotel. Prenden la televisión. Ganó Zallaquet. Ganó Sabat. Ganó Berguer. Ganó Regginato. Apagan la televisión y duermen. En la mañana, temprano, han de partir a Machu Pichu.
Publicado por Rigoberto Gonzales el 11/17/2008 1 comentarios
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