Yo quería manejar camiones y don Juan quería dedicarse al transporte escolar. Directamente, yo y él mantuvimos un máximo de cuatro conversaciones. En la primera no sabíamos nada el uno del otro: yo me estaba fumando un cigarro y mirando una montañita que aparecía a lo lejos y don Juan Tipay se me acercó por atrás, riéndose, y apenas me di vuelta comentó que le había visto los calzones a la profe. Me reí un poco de la situación que había vivido él, de la que estaba viviendo yo, y de que nunca se me habría ocurrido mirarlo los calzones a esa profe. / Eso debe haber sido la primera semana. Después recuerdo que dejó de ir por un tiempo, pero cuando volvió lo hizo con todo. Llegaba temprano y se sentaba, cuaderno abierto, lápiz en mano, y tomaba nota de cada detalle de la clase.
‘Y usted, don Juan, ¿a qué se dedica?’. ‘¡Jubilado!’, respondía tajante.
Así que por tres o cuatro clases estuvo el tema dando vueltas entre los alumnos. ‘¿Jubilado? ¿Pero jubilado de qué?’, le decían, y don Juan hacía un gesto con la cabeza y con la mano como diciendo que no le pregunten weás. Así que le preguntaban más. Hasta que la señora Cecilia, después de contar una anécdota interminable, agregó:
‘Yo conozco a esos que se jubilan jóvenes, ¿ah?’.
Pero la señora lo hizo sin ninguna malicia. Si hubiera sido yo el que tenía esa información, por un lado, la habría dado a conocer antes y, por otro, al hacerlo lo habría hecho con todo el tono de reproche posible, como diciéndole que ser milico es menos malo que haberlo sido y avergonzarse. Pero gracias a eso hablé por segunda vez con él, y él nos contó –a mí y a don Sergio, carpintero, moreno, bajo, canoso, robusto y cuarentón- que más o menos siete años atrás había trabajado por dos años destinado a la Villa La Reina, en Santiago, y que vivía con su familia en el regimiento de telecomunicaciones de la misma comuna (la cárcel del mamo), y que hubo un día en que los llamaron a todos los pacos y les dijeron que iban a re destinarlos, y don Juan, choro y atrevido tal como se mostraba frente a nosotros, había ido a hablar con el general a cargo y le había dicho que, tomando en cuenta la larga amistad que mantenían hace años, le diera un buen puesto, y éste le había prometido que estaría a cargo de las casas de los uniformados en la villa, que tendría que tomar los nombres y los rangos de los nuevos inquilinos y asignarles las casas según sus estrellas y número de familiares. Entonces don Juan llegó arregladito, con los zapatos lustrados y el pelo perfectamente recortado y se sentó junto a los otros tres mil policías vestidos de gala en un galpón del regimiento, y el encargado de la ceremonia, al leer Juan Tipay en sus papeles, procedió a nombrar Puerto Williams, y don Juan, desconcertado, tuvo que llegar a su casa e informarle a su mujer que se irían al sur de nuevo. Y ella, no tan contenta, pero tampoco tan triste, había llamado ese mismo día a un grupo de ‘viejas’ (así las llamó don Juan) y armó una fiesta que duró hasta avanzadas horas de la madrugada. Dos días después partieron al sur y don Juan trabajó hasta veinte grados bajo cero. / Eso me lo contó la segunda vez. La tercera andaba preocupado. Tenía su auto nuevo, un corsa del 2006, y se la había roto algo, pero no sabía qué. Así, que antes de irnos, con don Sergio y él abrimos el capó de su vehículo y miramos. No me acuerdo cómo, pero estuvimos seguros de que el problema era la tercera bujía. Así que cerramos y nos subimos al auto, porque nos iba a pasar a dejar a nuestras casas. En el camino a mi casa (la más cercana) pasaron dos cosas. Primero don Juan nos contó una larga anécdota de cómo su mujer había logrado que un camión le sacara el parachoques trasero, en Rubén Darío con Ramón Picarte, yendo por Rubén Darío hacia el regional. Yo le decía que lo más importante era que su señora estaba bien, y él alegaba por lo caro que salía el arreglo, unos problemas con unos seguros, e insistía en que él molestaba en la casa. / Después don Sergio le preguntó a don Juan que cuánto le había costado el auto y, como no me interesaba la conversación, me dediqué a mirar por la ventana. Al rato caché que habían acordado que don Sergio le compraría el auto y que don Juan le daba garantía de dos años. / La última vez que hablé con don Juan fue cuando éste le vendió el auto a don Sergio. Hablaron en términos que yo no entendí y se fueron juntos. Me despedí de don Juan y ya van varios meses que no sé nada de él. En todo caso, tiene que esperar al menos dos años para poder sacar la licencia para conducir vehículos de transporte escolar, y yo tengo que esperar los mismos dos para sacar la de camionero. Ojalá no moleste mucho en la casa no más. Él, digo.