Tijuana Brass

John salía todos los viernes de su casa a la misma hora e iba al mismo lugar. Su pequeño departamento quedaba en la esquina de la Québec ST. con la 38, uno de los peores barrios del Denver de mediados de los cincuenta; y su bar favorito se encontraba justo al frente del Skyland Park, a unas veinte cuadras. Aquella caminata siempre era reconfortante, le ayudaba a olvidar los problemas de la semana, fumaba varios cigarrillos y se tomaba la pequeña botella de whisky que la señora Leyden le dejaba en su correo. Él simplemente tomaba la botella y dejaba unos dólares en el correo de su vecina.

En fin, la caminata era agradable, los cigarrillos eran agradables, el whisky era agradable. La botella solía terminarse cuando John llegaba a Kearney ST por la avenida 35, y el basurero verde estaba todos los días esperándolo.

Entrando a bar, se saca su sombrero negro, y lo cuelga en una percha; su abrigo se queda sobre él y mientras avanza hace un gesto a Jimmy, quien rápidamente sirve un poco de un mal whisky en un vaso y lo rellena con coca-cola. John toma el vaso y apoya un codo en la barra. Pide un cenicero, prende un cigarro, toma el primer trago del vaso y, oliéndolo, observa las pocas mujeres que mostraban sus cuerpos en la pista. Le llama la atención una mujer baja, un poco robusta y de pelo crespo que bailaba tatareando suavemente la melodía, levantando y bajando los brazos, sin esperar que ningún hombre se le acerque. Pensó que debía ser una mujer feliz. Poco a poco logró que aquella señora notara su mirada, y cada vez que ella lo observaba de reojo, John sonreía, tomaba un trago o le hacía un lejano salud, que ella respondía inclinando levemente la cabeza.

Cuando la canción disminuyó su ritmo, la mujer se acercó a John. Se presentó como Kendall Newport, y le pidió que la invitara a algo. De mala gana, John levantó la mirada hacia Jimmy, le indicó el vaso y pidió dos. La canción seguía sonando y Kendall seguía tatareando mientras John trataba infructuosamente de conocerla más. La única información que obtuvo es que había enviudado hace sólo un par de horas y que consideraba aquello una excelente noticia.

Llegaron los vasos y la mujer se tomó la mitad de un solo golpe. La sorprendida mirada de su acompañante la incomodó, o al menos eso pareció; tomó su vaso, levantóse de su asiento e, inclinando levemente la cabeza, dijo “gracias”. La canción estaba volviendo a apresurarse y ella siguió bailando, vaso en mano, sin mirar a John.

En eso apareció un joven 20 ó 25 años menor que Kendall, le tomó una mano, le quitó el vaso y le hizo una inaudible pregunta. Ella miró a John, levantó los hombros y lo indicó. El joven caminó apresuradamente hacia él, mirándolo fijamente. A pocos metros se detuvo, tomó la mitad del whisky que quedaba en el vaso, y siguió su camino. Dejó el vaso frente a John, lo miró y le dijo: “Mi padre acaba de morir, no ande usted pensando en flirtear con mi madre”. La mirada insípida de su interlocutor lo sorprendió gratamente y, agradeciendo, se alejó. Tomó a su madre y se marcharon del lugar.

John le pidió a Jimmy una pequeña botella de whisky y, dejando un par de dólares en la mesa, se alejó de aquel antro. Caminó por las oscuras calles hasta su apartamento, subió los 3 pisos por las escaleras, abrió la puerta, lanzó las llaves a la mesa del comedor, tomó el último trago de la botella y la depositó en el basurero, colgó su abrigo y su sombrero, fue a la cocina a observar su refrigerador vacío, tomó un vaso de agua, miró las paredes, sacó un par de mugres del techo, avanzó a su dormitorio y Jack, su gato, lo esperaba acurrucado entre las almohadas. Se acostó, le deseó buenas noches a Jack y soñó algo que no recordó.

2 comentarios:

Unknown dijo...

La coca cola es el punto de ruptura y el enigma en este cuento.

Anónimo dijo...

¿sí?

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