Marx, Carlos; un burgués idealista.

Don Carlos, para el junior; carlito, para la mujercita; papá, para la hijita. La nana, por su parte, le dice “señor”, simplemente, y sin resentimiento de clase. Se levanta muy temprano y se acuesta muy tarde, trabajando arduamente como lo haría Piñera, y está orgulloso de pagarle un veinticinco por ciento más que el sueldo mínimo a sus trabajadores, es que el sueldo mínimo es muy poca plata, y Don Carlos sabe lo que cuesta conquistar el pan (libro que leyó hace años, pero olvidó). Derecho por Kennedy, a la izquierda (como al principio) por tabancura, derecho por Santa Teresa de los Andes, y se dobla a la derecha (en la primera esquina a la derecha) por El Tranque. Cinco habitaciones no bastan: la nana, con su guagua, ocuparon la pieza del fondo, y el nachito con la panchita tienen que compartir una, recién entrando al segundo piso. Y como no alcanzan las piezas, tampoco alcanza la nana, así que carlitos tuvo que contratar al Felipe, un cabro del sur, dice, con estudios y simpático, que cocina mucho mejor que “la nana”, y que sabe hacer menús de dieta, dice la Cristina, que gastaba días enteros buscando en el laptop cómo bajar de peso, pero no podía, por lo que se puso feliz cuando supo que el carlitos contrató al feli, que llega temprano, y tiene sus propios cuchillos. Señora Cristina, para la nana; mamá, para el nachito; gorda, para Carlos Marx. No es que le importune que le diga gorda, pero es una mujer de esfuerzo, y ha bajado varios kilos este año. Se casó por que Marx era un hombre con futuro, y todavía, pero con pasado, y, dice, eso le ayudó a aprender, y a aprehender, porque el carlitos todavía es utópico, asegura, y todas las navidades le regala un pavo (exánime, crudo y decapitado) a cada uno de sus trabajadores. Lo que a la gorda nunca le gustó, cuenta Marx, fue la familia del concubino. Suegra soltera le decía a sus amigas, soltera y comunista. Pero el papá apareció después, como a los veinte años, y se hizo cargo: le pagó una buena carrera en una buena universidad extranjera. Años que para la gorda fueron los mejores, porque, afirma, la gente, el refinamiento, la sutileza de las europas es algo sublime. Además que los hijos mayores quedaron con una buena base para el estudio, y para los idiomas, y al carlitos se le pasó todo eso que tenía, eso de las pistolas y los neumáticos. Y la calle. Carlos cuenta que a él le sirvió mucho la ayuda de su papá, que le ayudó a desprenderse de ciertas cosas que, después, claro, pensó mejor que antes. Y que su mamá, la vieja, como le decía pero no le diría, también le ayudó mucho. Por eso fundó la empresa, para ayudar a la gente de la que la se hablaba en “esos años”, para darle oportunidades a los paupérrimos, una especie de tributo para ese país que quiere tanto, y para su gente, y no sólo de la ciudad, también campesinos, que ganan un veinticinco por ciento más que el mínimo en el fundo, allá en el sur, donde el nachito lo pasa chancho con los chanchos, y con la piscina donde aprendió a nadar. Porque Carlos Marx no es sólo un nombre, es un sentimiento, y Carlos Marx Saavedra Saavedra, como lo llamó su mamá hace más de cincuenta años, lo sabe, asevera. (Algunos nombres en esta historia han sido modificados para salvaguardar la integridad física de sus protagonistas).

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